viernes, 21 de octubre de 2016

Cien años de perdón, en la mejor línea del “Spanish Noir”



Reconocemos que el pasado 4 de marzo se nos pasó el estreno de una película que hubiera merecido nuestro más encendido elogio. La cosa es de lamentar porque necesitamos buenas películas españolas como el recién nacido precisa de la teta materna. Se debió a la sugerencia de un amigo el que rebuscáramos en la red hasta dar con ella en una versión de calidad aceptable. Lo que vimos nos sorprendió por tres motivos: la coherencia del guión (perfectamente atado y sin dejar cabos sueltos), el tema (a medio camino entre el thriller policial y un caso de corrupción política) y la realización (escrupulosa y extraordinariamente dinámica). ¿Quién dijo que no podía existir un “Spanish noir” en condiciones de rivalizar con las producciones nórdicas tan en boga hoy, de las que soy una verdadera fan-friki, o con las mejores producidas en Hollywood desde los años 40. 


Siempre hemos sostenido que en España se hace un cine negro extraordinario desde los años de la postguerra, e incluso que el mejor cine que se filmó en nuestro país durante los años del franquismo, tenía que ver con este género. Lo seguimos manteniendo en una época en la que el “Spanish noir” –y no otro género– nos ha reconciliado con la cinematografía de nuestro país que es algo más, mucho más, que las astracadadas a lo Torrente, el intimismo coixetiano o las reiteraciones almodovarianas. No vale la pena citar los títulos porque están en la mente de todos las películas de este género filmadas en España en los tres últimos años. Lo que gusta no se olvida fácilmente.


Cabe recordar, en primer lugar, el nombre del artífice: Daniel Calpalsoro y la matrícula hispano–argentina que adornan a Cien años de perdón. En 2002, Calpalsoro ya nos llamó la atención cuando dirigió Guerreros, ambientada en Kósovo y en la participación de nuestros militares en la misión de la KFOR. No era una película redonda pero que tuvo la virtud de evidenciar la voluntad del director de insertar sus tramas en temas de actualidad. Luego demostraría interés por el mundo de la delincuencia en thrillers (Combustión [2013], Ausentes [2005], etc), miniseries televisivas (Tormenta [2013], Inocentes [2010], El castigo [2008]), para retomar el tema de nuestros militares en el exterior en Invasor (2012). Con Cien años de perdón se instala cómodamente en el thriller político de actualidad.

Resumimos lo esencial de la trama (rozando el spoiler): una banda de atracadores entra en un banco valenciano en una mañana lluviosa (sin lluvia esta película no hubiera existido). Lo que debería ser un golpe normal y corriente, se convierte en un caso de interés nacional al quedarse los atracadores bloqueados en el interior del establecimiento y ver cortada su salida alternativa. Una de las cajas reventadas es propiedad de un político vinculado a casos de corrupción. Los que han encargado el atraco querían impedir que salieran a la superficie los datos almacenados por tan problemático (como usual) espécimen político. Para ello desplazan a miembros del CNI y del ministerio del interior a Valencia. Pero la situación se va complicando progresivamente y parece no tener salida. Sin embargo, la salida resultará ser mucho más sencilla de lo que podía pensarse. 

Cuando vemos los créditos finales, nos damos cuenta de que la historia está cerrada perfectamente: no quedan cabos sueltos, no hay situaciones inexplicables, todo lo que hemos visto puede ocurrir en la realidad y no se nos exige creer en conspiraciones infalibles y en siniestros tiririteros que mueven los hilos sin posibilidad de error. En realidad, la película nos muestra que los pequeños imponderables que pueden producirse en cualquier acción de este tipo, contribuyen a que las cosas se tuerzas y operaciones bien diseñadas sobre el papel, finalmente, al llevarse a la práctica salgan, literalmente, “con el culo”. La banda de delincuentes resulta no ser tan profesional como parecía: sus miembros meten la pata y tienen reacciones perfectamente plausibles en el mundo de los bajos fondos. Pero a los titiriteros de las “alcantarillas” no les va mucho mejor. El gran activo de la película es, pues, su realismo extremo. 


Otro de los aciertos es el haber situado la trama en la Valencia azotada por la corrupción desde las profundidades del período democrático. A recordar que fue en Valencia donde Zapalana hizo de su capa un sayo y donde Rita Barberá fue alcaldesa inmaculada hasta que el “caloret” la instaló en el ridículo. También fue la tierra en el que el presidente de la Generalitat Francisco Camps renovó su vestuario gracias a la trama Gürtel, donde Rafael Blasco recorrió todo el espectro político desde el maoísmo hasta el PP, dejando en todas partes huella y rastros de saqueo (ejerciendo en sus últimos tiempos de cargo público la más odiosa de todas las estafas: la “estafa humanitaria”), donde Juan Cotino alternó sus genuflexiones en los oratorios del Opus Dei con firmas de contratos, como mínimo, cuestionables y, para colmo, la autonomía donde Carlos Fabra pasó a ser el indiscutible goodfather castellonense, mientras las pistas del aeropuerto seguían vacías de aviones y las fiscalías multiplicaban sus investigaciones. ¿En qué mejor lugar de España situar una trama cuyo transfondo sea la corrupción? Andalucía ha tenido su participación en el “Spanish noir” (Grupo 7 [2012], La isla mínima [2014]), Madrid se ha llevado lo suyo (El hombre de las mil caras [2016]) y en Barcelona, como se sabe, la Generalitat ha dado la orden de que la corrupción solamente exista al otro lado del Ebro. Los casos Palau o Banca Catalana, el Caso Pretoria, o todo lo relativo al clan Pujol y a su entorno (los Plenafeta, los ya solventados en los tribunales, el Caso Estivill, el Caso Pallerols, el Caso de los Ferrocarrillers de la Generalitat, todo esto y mucho más son intocables mientras Cataluña siga en manos de los herederos de estas sagas de corrupción). No nos engañemos. Así pues, Valencia era el lugar más adecuado para instalar la trama de esta notable película.


Decíamos que la película es hispano–argentina. Este dato es importante. Vale la pena que nuestra cinematografía se arrime a una de las más notables del otro lado del océano. Recientemente, hemos visto series producidas en aquellas latitudes que casi permiten hablar también de un “noir pampeño” (la muy notable Cromo [2016], así lo indicaría). Alianzas de este tipo, con variaciones solamente en el acento, generan una audiencia directa de 500 millones de hispanoparlantes, necesarios para competir con Hollywood. La presencia hispana se nota en la presencia de actores de aquellas latitudes (la banda que comete el atraco, salvo nuestro Luis Tosar, está compuesta por actores del Cono Sur que, por otra parte, son de lo mejorcito de la película, incluso aun asumiendo papeles secundarios). 

Las facciones de Luis Tosar, después de su paso por Celda 211 (2009), demostraron que como presidiario y delincuente da mucho juego (a no olvidar su papel como psicopatón consumado en Mientras duermes [2011]). Su actuación en esta película confirma sus calidades interpretativas que ya estaban claras desde hacía mucho tiempo. Lo mismo cabe decir de Pepe Coronado o de Raúl Arévalo e incluso de Patricia Vico que ya ha dejado atrás papeles insulsos y que le aportaban poco lustre en series como Los ladrones van a la oficina (1993), Hermanos de leche (1994) o La casa de los líos (1996–2000) o su intervención en películas del interminable “Spanish cútrex” (Pocholo y Borjamari [2004]). De todo esto ha aprendido el oficio y el papel que desempeña ahora es dramático y nos muestra a una Vico que ha alcanzado la madurez interpretativa y es capaz de lidiar brillantemente con cualquier registro.

Cabe decir, finalmente, que para poderle dar el aprobado a un thriller (y éste es de notable alto) lo que se le exige es que el interés no decaída en ningún momento, especialmente cuando tras el desenfreno inicial y los primeros momentos del atraco a un banco, se llega a ese período claustrofóbico en el que los atracadores negocian con la policía y se queda a la espera de cómo se resolverá todo. El ritmo narrativo depende, en última instancia, de la habilidad del montaje. En Cien años de perdón, esta parte es magistral. Otra elemento clave es la fotografía. Obviamente, en una película de este tipo, buena parte se desarrolla en el interior de locales, así pues, lo convencional está presente, pero lo que hace de ella película algo diferente es que el espectador puede ver también una Valencia que habitualmente no se queda en la retina (otoñal, húmeda, soportando una lluvia permanente) o que, simplemente, no puede ver (la ciudad vista desde los terrados, con una Plaza del Ayuntamiento sin mascletá ni pirotecnia a go–gó, alzándose sobre la azotea del edificio de Correos que vemos en los planos generales de la película. 


Gustará a todos los que hacen del cine una forma de resolver su tiempo de ocio. Y a los demás también. Para no perdérsela. Si la ven, la recomendarán. Y luego agradecerán a quién se la haya recomendado. 


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