Frinkjent, al parecer, quiere decir Acquited en inglés y Absuelto en román paladino. Es el nombre de una serie noruega que fue en el año 2015 el mayor éxito de la historia de la televisión de aquel país. Allí, la serie despertó una gran polémica cuando una familia acomodada que había vivido una situación similar –asesinato de una hija– percibió que había demasiadas similitudes entre su caso y lo que nos cuenta esta serie. La demanda que interpuso les resultó desfavorable, pero el núcleo del guión alude verosímilmente a un caso, más o menos, real.
La serie arranca bien. Como si dos jugadores pusieran todas las piezas de ajedrez sobre el tablero, las alinearan cada una perfectamente con las demás y la visión del conjunto tuviera una armonía digna del Edén (porque es en un lugar próximo al Edén en donde está filmada la serie). Luego, al cabo de unas pocas jugadas (es decir, en torno al tercer episodio) empezara a demostrarse que la habilidad de los jugadores es menos a la que parecía anteriormente. En la partida de ajedrez a la que aludíamos, el público no nota esta caía de nivel en la calidad del juego porque los contendientes siguen moviendo sus piezas con la misma euritmia que Nureyev en sus mejores tiempos.
Y lo que ayuda a enmascarar este descenso en la calidad del producto es que los paisajes del fiordo noruego de Lifjord, donde se filmó la serie, son como nuestras rías gallegas (paro a lo bestia). Entre escena y escena, la cámara suele recrearse en aquellos parajes en los que el mar invade hasta las entrañas la tierra y en donde las aguas muestran una serenidad desconocida en otras latitudes. La serie parece haber invertido en drones que hacen que cada vista del fiordo y cada aproximación al pueblo de Ardalstangen sean dignos de los mejores documentales del National Geographic. Así mismo, cuando buena parte de la trama está centrada en una hipotética empresa de material para energía solar, el edificio está primorosamente seleccionado para sorprendernos con una arquitectura y un emplazamiento extremadamente cuidados. Destaca un despacho de dirección con un ventanal abierto sobre el fiordo y una escalera de caracol por la que nunca nos cansamos de ver pasar a los protagonistas.
Todo esto hace que estemos menos pendientes de la trama. Ésta empieza bien: un tiburón de las finanzas, “chico malo” especializado en invertir el dinero de su jefe en comprar empresas, sanearlas, reducir personal y revenderlas a un precio más alto, reside en Malasia. Oriundo de un pequeño pueblo noruego, lo abandonó tras ser acusado del asesinato de su novia y absuelto. La posibilidad de comprar en aquel pueblo la fábrica de aquel que está atravesando una crisis y que es propiedad de la familia de la asesinada, hace que retorne a él. Es evidente que su presencia en el pueblo reavivará lo ocurrido quince años antes. Ha sido absuelto pero casi todos le consideran culpable. A partir de ahí, obviamente, el caso de la muchacha asesinada será reabierto y sobre este trasfondo discurre la trama.
El problema es que, a partir del episodio tercero se van superponiendo distintas líneas que contribuyen a que el planteamiento inicial –un buen arranque para una típica serie de dramas sin resolver, a lo Caso Abierto (2003-2010)– constituyendo verdaderas capas de cebolla que terminan por difuminar el núcleo central. Una de ellas es la trama económica (el procedimiento mediante el cual, un grupo inversor envía a su jauría de “chicos malos” para reordenar una empresa que apenas precisa otra cosa que inversión, realizar despidos masivos y generar problemas en una zona que nunca hasta ese momento los había tenido; al mismo tiempo, se demuestra como los más inteligentes optan por cambiar de campo de negocio: y es entonces, a partir del episodio sexto, cuando un pequeño y destartalado hotel se convierte en nuevo desarrollo de la trama económica principal). Si se sigue con cuidado, el espectador habrá aprendido una lección de lo que es la economía en el mundo globalizado.
La otra trama es la trama familiar, los celos, los resentimientos, las cuentas pendientes y, sobre todo, las discusiones económicas, el “yo vendo mis acciones de la empresa familiar” y el “si no las vendes hundimos” o el “no las vendo aunque nos hundamos”, se convierten en el elemento central de las cuatro primeros episodios. En ellos se aprende que, en las playas soleadas del sur o en los profundos fiordos noruegos, nada más variopinto que la actitud de una familia ante las gestión de sus caudales: si hay cuatro miembros, existirán cinco actitudes diferentes sobre como rentabilizar los recursos familiares. Y luego está la trama emotivo-sentimental: amores y amoríos de unos personajes con otros, interrelaciones, cornamentas y convulsiones de placer. Y, claro está, la chica muerta quince años antes de la que hubiera sido bueno introducir flashbaks aunque solamente fuera para saber si era una mojigata recatada como creían unos o una desmadrada locatis como la tenían otros.
Cuando la serie llega a su ecuador, ha perdido algo del interés que tenía inicialmente y se ha vuelto rutinaria. Pero el paisaje es el paisaje y sólo por eso vale la pena llegar hasta el final.
Fritz Lang, el célebre director alemán, pasó por una situación parecida a la del protagonista, Nilsen Borjen: su primera mujer falleció en circunstancias poco claras y la policía consideró que Lang tenía algo que ver en su muerte. Los hechos posteriores le exoneraron completamente, pero él nunca superó el episodio. De ahí que en algunas de las películas policíacas que filmó en su período norteamericano (Furia, Sólo se vive una vez) e incluso en su período expresionista (en M, el Vampiro) abordara una y otra vez la idea del “falso culpable”, aquel al que todos consideran como responsable de un crimen sin serlo y para el que la absolución judicial no logra liberar del peso de la sospecha. En Absuelto estamos ante un avatar del mismo tema.
Frente a la imagen del “falso culpable”, siempre se eleva la del “acusador obsesivo”. La persona que, no solamente no cree en la inocencia del protagonistas, sino que, además, está dispuesta a torpedearlo y a conseguir cambiarle la etiqueta de “absuelto” por la de “culpable con alevosía”. En esta serie, este papel corresponde a la matriarca de la familia para la que incluso ver al protagonista en efigie le produce retortijones en la barriga. El problema es que, a medida que avanza la trama, esta contradicción entre la matriarca y el falso culpable se va diluyendo a medida en que el guión superpone una y otra capa de cebolla (la presencia de la familia malaya del protagonista y el hecho de que su hijo, medio malayo, se enamore de la hija del hermano de la asesinada, solamente contribuye a enmarañar la trama con un elemento mal desarrollado que sitúa a la serie como fronteriza con las tragedias griegas más desquiciadas.
La acogida que registró en Noruega fue buena, pero inferior al gran éxito de la temporada anterior Kampen om tungtvannet, The Saboteurs entre los que saben idiomas en Occidente y proyectado en España como Operación Telemark. La serie se estrenó el pasado mes de agosto en Canal+ y, originariamente, en TV2 noruega. En España, de momento, no está llamando particularmente la atención.
No es una mala serie; es, sin embargo, una serie en la que, a medio camino, notamos que le falta algo y a la que, sobre todo, le sobran tramas secundarias. Quizás sea que haberla extendido 10 episodios haya obligado a introducir elementos innecesarios. En algunos momentos, la serie remite a aquellas sagas hollywoodienses de los años 80, desde Dallas (1978-1991) hasta Falcon Crest (1981-1990). Y este es el problema: que las cinematografías nórdicas olviden sus raíces y miren demasiado al otro lado del océano. En los últimos seis años, el Norte de Europa ha ofrecido series verdaderamente magistrales; el error consistirá en rebajar la calidad, complicando las tramas, extendiendo hasta lo indecible las situaciones, imitando, en definitiva, a lo que hicieron las series norteamericanas en otro tiempo. Y si las cinematografías nórdicas han triunfado es porque han producido unas series arraigadas en su tierra, en su forma de ser y en su personalidad.
La música en los créditos le da bastante personalidad e invita a tararearla, por Kristoffer Bonsaksen, Mike Hartung, Kåre Vestrheim
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