sábado, 9 de julio de 2016

Lilyhammer




LILYHAMMER O LA EXCUSA PARA MIRARSE A SÍ MISMO

Serie de humor negro en la que es inevitable ver tras su argumento –a menudo desmadrado– algunas de las preocupaciones de la sociedad noruega en el siglo XXI. ¿Y si los rasgos que ha adquirido aquella sociedad se adaptaran mal a las realidades del siglo XXI? ¿Y si aquella sociedad fuera demasiado vulnerable para soportar el contacto con otros pueblos, razas o religiones tal como viene impuesto por la globalización? Tales son las cuestiones que están presentes, planeando constantemente sobre la trama, especialmente en la primera temporada de la serie. La sociedad noruega está reflexionando, a través de Lilyhammer, sobre sí misma. 
Noruega es un país extremo: situado más al norte de Europa, es, al mismo tiempo, uno de los menos poblados. De los poco más de cinco millones de noruegos, casi un millón vio el estreno de la serie Lilyhammer en 2012. La serie se ha prolongado durante tres temporadas. El tema central es la actividad de un capo mafioso neoyorkino trasplantado a la sociedad de una localidad noruega que realmente existe –Lillehammer– de apenas 23.000 habitantes en donde se reinventará como empresario, utilizando los mismos métodos mafiosos que en EEUU. El resultado es una serie desternillante y entretenida, a condición de que se sea consciente que vamos a presenciar una comedia negra que es algo más que eso.
La serie ha tenido tres temporadas, de 2012 a 2014, pero solamente ha llegado a España en julio de 2016 a través de Netflix. De hecho fue la primera teleserie producida por esta plataforma y ofrecida en exclusiva. Todavía está abierta la posibilidad de que veamos una cuarta temporada. 
La serie nos pinta a una sociedad noruega ingenua y burocratizada, dialogante y abierta. Cárceles en las que los presos reciben clases de flauta dulce y en donde los carceleros lamentan tener que cerrar con llave las celdas de los presos, procedimientos de integración de la inmigración para evitar choques culturales tan ingenuos y suaves que apenas tienen efecto, trámites burocrático–administrativos interminables y, en la periferia, una “corte de los milagros” compuesta por pequeños delincuentes ocasionales, funcionarios espabilados, parados dispuestos a cualquier cosa para mejorar su situación y un capo mafioso decidido a gestionar todo esto con el pragmatismo propio de la mafia norteamericana.


El argumento es original. Don Vito Corleone hubiera actuado igualmente de haber terminado sus días en Lilyhammer. Sólo que Don Vito es aquí “Frank Tagliano, el Arreglalotodo”, interpretado por el polifacético Steve Van Zandt (que también ha participado en la guionización y que se ha implicado extraordinariamente en la serie), ya conocido por su interpretación como “Silvio Dante” en Los Soprano. Un papel genial incluso en sus matices más irrelevantes, en su gestualidad y en sus movimientos que es completado por una serie de actores noruegos desconocidos en España pero que, cada cual en su papel, contribuye a dar credibilidad a la narración, a pesar de lo increíble de algunas situaciones. Es, no se olvide, una comedia negra. 


Se ha acusado a la serie de utilizar estereotipos y clichés. Y lo hace, efectivamente, pero ahí es donde radica, precisamente su éxito y su interés: en las contradicciones y tensiones que genera un mafioso convencional trasladado a un medio que no es el suyo, el estereotipo de un educador social obligado a actuar ante inmigrantes que nunca podrán entender su forma de ser y que termina desquiciado. No se trata de inventar gánsters o funcionarios; éstos ya existen: se trata de resaltar sus rasgos en un contexto que no es el que ellos hubieran esperado. También se ha acusado a la serie de ir bajando la calidad a medida que se iban produciendo más temporadas. No es así, lo que ocurre es que cada temporada tiene su leit–motiv. Cuando el espectador se ha habituado a la primera, cambia el ritmo de la serie al introducirse otra temática. Esto es especialmente perceptible en algunos episodios de la tercera serie que discurren en las antípodas de Noruega, en Brasil. Es posible que a algún tipo de público, habituado a la nieve y a los fiordos, les cueste reconocer la serie entre las favelas y el sambódromo de Río. 


¿Merece verse? Sí, sin duda. Como mínimo, la primera temporada. No es solamente un divertimento: es una reflexión de la sociedad noruega sobre sí misma y sobre su viabilidad. Quizás esa no haya sido la intención de los guionistas, pero es lo que, en definitiva, les ha salido. Nos equivocaríamos, pues, si aspirásemos sólo a que esta serie nos hiciera pasar un rato entretenido y si perdiéramos la ocasión de que nos hiciera reflexionar un poco. 
Detalle notable: banda sonora especialmente cuidada. El gánster neoyorkino abre un club –obviamente con el nombre de Flamingo, el mítico club de Las Vegas, abierto por el gánster Bugsy Siegel– que sirve como escenario para que en cada episodio actúen diferentes bandas de música, todas ellas de muy buen nivel. 

¿Alguna sorpresa reseñable? 
El último episodio de la tercera temporada en la que aparece Bruce Springstten como gesto de apoyo con su amigo y compañero de banda (de banda musical, se entiende) Stevie Van Zandt

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