Una niña etíope de catorce años como protagonista se ha visto separada de sus padres en el Mediterráneo al naufragar la patera en la que aspiraban a entrar ilegalmente en Europa. Va a parar a un monasterio suizo en Simplon a 2.000 metros de altura, un lugar idílico en los Alpes, siempre cubierto de nieves. La niña etíope, a todo esto, se llama “Fortuna” y pronto hace amistad con un burro y alimenta las gallinas del monasterio. Luego se enamorará de otro etíope de 26 años. La niña queda embarazada y su bienamado novio la abofetea. ¿Qué deberá hacer la niña? ¿abortar? ¿tener el hijo? Es el centro de la discusión entre un monje veterano y un trabajador y, claro está, ambos concluyen que debe ser la niña la que decida sobre su propio cuerpo (pregunta no aclarada: ¿hasta qué punto y hasta qué semana de gestación el cuerpo de la madre es solamente “de la madre” (sí, porque los que hemos sido padres y abuelos, y hemos visto ecografías de nuestros nietos en los meses de gestación nos resulta muy difícil liquidar la cuestión del aborto con un “es mi cuerpo y yo decido”).
De esto va la película: de inmigración, de amores no correspondidos, de tránsito de la adolescencia al estado adulto… y todo esto se hace con un gran actor crepuscular (esta sería casi su última película antes de fallecer) y con un estilo poco habitual en nuestro tiempo: en blanco y negro. No parece -ni por su tema, ni por su formato- una película que vaya a encontrar acomodo en las salas de exhibición. Pero no será por falta de promoción, porque Fortuna se estrenó en el 2018 en el Festival Internacional de Locarno y su director, Germinal Rouax, siempre ha sido mimado por los premios en otros festivales. Fortuna, fue galardonada, entre otros, con el Oso de Cristal y el Gran Premio del Jurado Internacional de la Berlinale.
Rouax es un director al que se le ha metido entre ceja y ceja rodar solamente en blanco y negro. Esta técnica, que en fotografía conduce a verdaderas obras de arte (se inició como fotógrafo más que como cineasta), resulta de efectos mucho más discretos en el cine. Pero Roaux, es un personaje muy particular. Debe a las “escuelas Rudolf Steiner” su educación (y quizás eso influya en su estilo y en sus valores). Sus cuatro películas han recibido granizadas de premios y nominaciones desde 2004 (Fortuna, solamente, acumula 15). Pero no llega al gran público. Es un cine para ínfimas minorías, paladares exquisitos de la “izquierda caviar” que, además de serlo, sean también tranquilos y parsimoniosos (porque la película es lenta, con escenas inacabables) y tengan el ánimo dispuesto para encajar historias tristonas (está no es, desde luego, la alegría de la huerta).
El contraste entre un cine en blanco y negro que se niega, además, a ofrecernos paisajes suizos, idílicos y grandiosos, es, en sí mismo, una negativa a aceptar que en Europa exista algo bello e incluso a que nos podamos deleitar con ello. Da la sensación de que al director le encanta autoflagelarse y castigarse y que nos induzca a otros a esas mismas prácticas: Europa es culpable de las desgracias africanos, parece decirnos. Así que debemos pagar. Como si fuera por culpa nuestra el que no sean felices (el colonialismo ha quedado históricamente muy atrás y África sigue sin mejorar ni en economía, ni en derechos humanos, tanto es así que los africanos, en lugar de levantar sus países prefieren venir a Europa). El director cree que todo este drama se entenderá mejor pintando el monasterio de blanco y negro e impidiéndonos el espectáculo visual de los Alpes.
La película aspira a unir varios temas de palpitante actualidad: aborto, inmigración, religión, adolescencia. Como progresista que es da una respuesta del mismo tono a todos estos problemas, sin entrar en matices, y a aureolarse de una superioridad moral que es, como mínimo, cuestionable.
La inmigrante en cuestión es católica, pero el catolicismo africano es muy débil: la mayoría de africanos que llegan a Europa, no son católicos (el Islam es junto con el animismo, las dos grandes religiones africanas). El director ha optado por presentar la excepción como regla, algo cuestionable y tramposo. Tampoco es aceptable el que se presente a la policía con rasgos negativos, simplemente por realizar su trabajo (y su trabajo consiste en hacer cumplir la ley, especialmente en una de las democracias más antiguas del mundo, Suiza). Tras la pretendida aureola de intelectualidad lo que vemos en la película son simplificaciones abusivas sobre temas que deberían de estar fuera de la demagogia.
Fortuna es una película “de autor”, es decir, hecha para satisfacer especialmente a su director. Es legítimo, pero tiene riesgos, como cualquier actividad que no piense en el público al que va dirigido, ni en los efectos que pueda tener. Roaux tendrá su vitrina repleta de galardones de los más variados festivales de cine europeos: pero las butacas de las salas de exhibición que proyectan sus películas, mucho nos tememos que seguirán vacías.
La actriz que interpreta Fortuna, Kidist Siyum nos pareció su trabajo magnífico.
Inicialmente, la película recuerda a la magnífica Ida (2013) de Pawel Pawlikowski, que también discurre en un convento. Pero pronto se disipa la similitud y se percibe la distancia abismal que las separa. No es una película para “todos los públicos” y solamente la podríamos recomendar a aquellos que quieran ver la última actuación de Bruna Ganz.
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