Puede sorprender el que un biopic sobre un personaje español
tenga nacionalidad filipina, pero las cosas se entienden mucho mejor, si se
tiene en cuenta que buena parte del legado español en aquellas islas que
estuvieron ligadas a nuestro país hasta hace 120 años, pasa por la Compañía de
Jesús. Donde ha habido mucho, siempre queda algo y cabe preguntarse si hoy
queda más de los jesuitas en aquellas islas que en su país de origen. De todas
formas, vale la pena recordar desde el principio que los actores son en su
mayoría españoles, aunque el equipo técnico es filipino. De sus directores,
Paolo Dy y Cathy Azanza, no consta que se haya proyectado ninguna otra película
en España. A ellos se debe también el guión.
En un biopic está claro lo que se pretenden: biografiar a un
determinado personaje; en este caso Ignacio de Loyola, soldado y luego fundador
de la Compañía de Jesús, una personalidad en cualquier caso atípica e
interesante. A lo largo de su historia, los jesuitas han sido muy criticados:
se ha visto en ellos algo así como el “brazo armado” del papado y, sin duda,
algo hay de ello a tenor del origen militar de su fundador y del carácter
castrense que quiso imprimir a su obra. No han faltado quienes han vinculado
los jesuitas a la masonería, aunque los estudios más objetivos sobre la
masonería hayan sido elaborados precisamente por ellos.
Fueron la bestia negra del anticlericalismo mediterráneo del
siglo XIX y de la primera mitad del XX. Entraron en crisis y en disensiones
interiores desde mediados de los 60 y hoy su influencia está muy disminuida,
por mucho que el papa Francisco I sea uno de ellos. Se diría que su momento
histórico ha pasado, pero justo es reconocer que durante un ciclo de quinientos
años hayan sido una especie de élite de la Iglesia.
La existencia de la Compañía de Jesús es inseparable de dos
elementos: la personalidad y las experiencias vitales de su fundador, Ignacio
(Íñigo) de Loyola y la experiencia espiritual de sus ejercicios espirituales.
Ambos elementos quedan notoriamente resaltados en esta película que,
obviamente, ha sido inspirada por los propios jesuitas con objeto de encontrar
un vehículo actualizado y moderno para transmitir a la sociedad lo que,
seguramente, es su tesoro más preciado: los ejercicios espirituales.
No es, por supuesto, la primera vez que los jesuitas
aparecen como tema de una película. De entre todas las órdenes religiosas,
ellos son, seguramente, los más “fotogénicos”: los hemos visto protagonizando
películas tan notables como La Misión
(1986) y El Exorcista (1976) e,
incluso, recientemente nos los hemos vuelto a encontrar en Silence (2016) de Martin Scorsese, película en la que su
protagonista, Andrew Gardfield, quedó impresionado por los ejercicios
espirituales creados por San Ignacio. Sin embargo, nuestra memoria solamente
alcanza a recordar una película española sobre el fundador de los jesuitas, El capitán de Loyola (1948), dirigida
por José Díaz Morales y en cuyo guión participó el muy notable José María
Pemán. Demasiado retórica y grandilocuente para poder ser apreciada en el siglo
XXI, le ocurría como al resto de películas sobre temática religiosa que se
filmaron en aquellos años (Balarrasa
[1950], La Señora de Fátima [1951], Sor Intrépida [1952], La guerra de Dios [1953], El beso de Judas [1954] y un larguísimo
etcétera): utilizaban otro lenguaje cinematográfico incomprensible para el
público actual.
Esto no ocurre en absoluto con Ignacio de Loyola a la que,
sobre todo, encontramos dos méritos: en primer lugar, los actores que han
participado se han esforzado y han conseguido representaciones convincentes,
alejadas de la mediocridad característica de nuestra cinematografía (en la que,
incluso, cuesta encontrar actores capaces de modular bien el lenguaje y hacerse
entender) y el segundo es que nos demuestra que con un presupuesto limitado se
pueden realizar productos dignos y entretenidos. Dejando aparte que la
intencionalidad de la serie es promocionar la figura de San Ignacio de la
Loyola, de la Compañía de Jesús y de sus ejercicios espirituales, la película está
bien realizada, correctamente interpretada, ciertamente inyectando un poco más
de presupuesto se habrían obtenido efectos especiales más redondeados, pero al
resultado final de la cinta es globalmente positivo y es una cinta que nos
puede enseñar mucho sobre el arranque histórico de la orden fundada por aquel
joven soldado del siglo de vuelta de todo y cuya voluntad creó un formidable
espiritual y una poderosa estructura que durante siglos ha constituido uno de
los puntales más sólidos de la Iglesia.
Andreas Muñoz, ocupa el papel protagonista. Es uno de esos
actores que empezó trabajando muy joven (con apenas 9 años participó en el
rodaje de El espinazo del diablo,
2000) y que se ha preocupado de dotarse de una sólida formación dramática en la
Escuela Superior de Arte Dramático y en el Royal Conservatoire of Scotland.
Aquí realiza una buena recreación del personaje. Hay que decir que la película
se filmó en inglés –lengua que Muñoz habla perfectamente- a pesar de que las
localizaciones estaban situadas en Navarra.
La película no es una biografía completa del personaje.
Termina cuando el futuro San Ignacio sale libre del juicio al que le ha
sometido la Inquisición –precisamente por sus ejercicios espirituales- y marcha
a París para completar sus estudios. Es
uno de esos raros “productos culturales” que, sea cual sea nuestra posición
ante la religión, contribuyen a aumentar nuestro bagaje cultural. Lo que no es
poco en los tiempos que corren.
Entrevista con el actor Andreas Muñoz
Entrevista con el actor Andreas Muñoz
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