Hasta no hace mucho la mujer no se realizaba en ella misma, sino mediante su entrega a otro: a su compañero o a su hijo. Y en el primer caso, a su amante o a su marido. Tal era la concepción del rol social de la mujer desde el neolítico hasta mediados del siglo XX. Parece normal que algunas mujeres no se conformaran con este destino y quisieran volar solas, sin la tutela del varón o considerando que su compromiso con los hijos terminaba cuando estos empezaban a valerse por sí mismos.
Una de esas mujeres fue Valerie Meikle, una inglesa nacida en 1937 que llegó a Colombia en 1960 para unirse con un abogado con el que tuvo dos hijas. Luego se separó, volvió a Inglaterra, se unió a una comuna hippie de las que entonces proliferaban en cada esquina y conoció al que sería su segundo marido con el que tuvo un par de hijos más. Una de ellas se llamó Clara. Cuando tenía Clara once años, su madre volvió y se instaló en pleno Amazonas. La misma Clara, ahora Clare Weiskopf, que ahora nos presente este documental.
La decisión de Valeria Meikle (Val) se debió a la muerte de su hija mayor, producto de su primer matrimonio, en la erupción del volcán Nevado del Ruiz en Armero. A partir de ahí decidió superar su dolor en la selva colombiana, dejando a sus otros hijos. El tiempo ha pasado, la euforia de los 60, la tragedia de los 80, los años de reflexión y formación, todo eso queda atrás y hoy es un buen motivo para reflexionar, especialmente porque Clara se casó con Nicolás van Hemelryck, director del documental, está embarazada y decide ir a encontrar a su madre en la selva.
El director y la que, en la práctica es co-directora del documental, han procurado evitar realizar juicios de valor sobre la actitud de la madre. No hacía falta: estos quedan al arbitrio del público. Y las reacciones pueden ser de todos los gustos. Hay que elogiar a los promotores del documental que no quieran imponer su criterio y se limiten a plantear el problema. En el documental se observa cierta duplicidad en la actitud de la hija en relación a la madre: por un lado la admira, pero por otro no puede evitar reprocharle el que se hubiera ido. En realidad, Val, es lo opuesto a ese tipo de madres que enclaustran al hijo, lo someten a su protección por tiempo indefinido y cuando este acaba de cumplir los cincuenta siguen hablando de él como del “nene”. Seguramente, el modelo que todos hubiéramos deseado es el de una madre lo suficientemente próxima como para contar con ella cuando lo hubiéramos necesitado, pero no tan próxima como para asfixiarnos. Es como el Sol: demasiado cerca, quema; cuando se va aparece el frío y la noche.
Si puede calificarse a Valerie Meikle de algo, es de hippie. Fue hippie en los años en los que era una moda y siguió siéndolo cuando la moda declinó. El período hippie marcó su vida. Los que en su época fuimos escépticos respecto a este fenómeno, seguimos siéndolo medio siglo después. Se dijo que el hipismo fue una “filosofía”. En realidad, eso sería decir mucho: el hipismo fue una subcultura que derivó directamente de la psicodelia. La visión hippie de la vida, no derivó de unos principios a los que se hubiera llegado mediante el razonamiento lógico y una serie de premisas y reflexiones encadenadas, sino que surgió de manera intuitiva de estados alterados de conciencia por las volutas de la mariguana y, en menor medida, del LSD. No fue otra cosa. La filosofía hippie tenía de profunda lo que alcanzaba el alcaloide de la mariguana. Si uno no había quedado muy intoxicado por el alcaloide o un buen día dejaba de consumirlo, la vida hippie dejaba de tener sentido. De lo contrario, se persistía como lo que es hoy, un arcaísmo. También existieron los que habían permanecido tanto tiempo como hippies que ya no sabían ser otra cosa más que hippies. El caso de Valerie parece ser uno de estos.
Hoy, Valerie vive en mitad de la selva, un lugar no particularmente agradable; tiene 80 años. Su vida es extraña y anómala en relación, incluso a los de su generación o a los que como ella sintieron la atracción del hipismo a finales de los 60. De hecho, cuando ocurrieron los asesinatos cometidos por la “familia Manson” (9 de agosto de 1969), el fenómeno hippie periclitó para siempre, dejó de ser una moda para convertirse en un recuerdo, a veces idealizado, demonizado para otros, pero algo que quedaba descarrilado del tiempo. Quienes no lo advirtieron –como Val- se quedaron encallados intentando justificar su vida en función de ideales de liberación de la mujer, o de cualquier otra doctrina que cabalgara con la moda.
Clara y su marido, que se habían formado cinematográficamente en la prestigiosa Escuela de cine de Cuba, decidieron realizar este documental que, aspira a ser algo más que la traslación en un verdadero drama/epopeya familiar. El documental no deja indiferente a nadie: nos obliga a tomar partido, a comprender la actitud de la madre y sus justificaciones o a hacer un esfuerzo por aproximarnos a los puntos de vista de la hija. La película es cualquier cosa menos una terapia personal de madre e hija. Invita a la reflexión y, para ello, nos presenta filmaciones en super 8 de los años 70. La película se financió mediante crowfunding personal. Amazona, ganó el premio del público en el Festival de cine de Cartagena y dejó una buena impresión en su presentación en España.
En EEUU y en el Reino Unido, el movimiento de los skinheads irrumpió de la mano de hijos de los antiguos hippies: una subcultura fue la respuesta a la anterior. Afortunadamente, Clara, no optó por ese problemático camino. No hace falta que juzgue a su madre. Cuando dijo al presentar el documental: “no hay una receta para ser madre, ni una verdad absoluta sobre lo que es una buena o mala madre”, añadiendo “yo prefiero una estabilidad, darle a mi hija ese centro que yo no tuve”, es suficientemente clara.
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