En el ya lejano 1989, quedaba un lustro para que la ciudad japonesa de Kobe sufriera el terremoto que prácticamente la arrasó, pero Masamune Shirow, un mangaka oriundo de aquella tierra, ya había provocado un verdadero terremoto lanzando la joya del cyberpunk japonés: Ghost in the Shell, literalmente “el fantasma en la concha” o “el fantasma en la cáscara”. En esta y en otras obras posteriores, Shirow, pinta una visión pesimista del mundo futuro en el que la tecnología ensombrece la condición humana. Sin embargo, sus cómics son mas una constatación que un lamento. La tecnología, insinúa, es nuestro fatum; y la pérdida de lo humano, su consecuencia. Tales características están presentes en la traslación de éste manga a la pantalla grande que llega casi treinta años después de su publicación. Una película dirigida por Rupert Sanders y protagonizada por Scarlett Johansson.
Situémonos. “Major”, la protagonista, sirve en un cuerpo de élite de la policía. Le quedan algunas neuronas como rastro de su humanidad, pero lo que envuelve a ese cerebro es un cuerpo de robot. “Major” es, pues, un cyborg. A fin de cuentas, el elemento mecánico del cyborg le impulsa inevitablemente a realizar la función para la que ha sido creado, sin embargo, los restos de humanidad que anidan en su cerebro, rastro de su naturaleza originaria, hacen que aflore el interés por descubrir su identidad originaria. Todo esto envuelto en una lucha contra un hacker y en un mundo sombrío hecho de neones de colores y noches sin fin. Búsqueda de la propia identidad y/o realización del destino designado; tales son las líneas argumentales de la cinta.
No es la primera vez que el cómic de Shirow se lleva al cine. En realidad en 1995 ya se proyectó una primera versión y antes, incluso, se había realizado otra en anime. Sin embargo, en este remake de Sanders, la acción y el suspense se sitúan por encima de las reflexiones filosóficas: estamos ante una película de Hollywood, adaptada a un público que ama lo “kolossal”; no es pues, exactamente fiel al relato originario. El director mantiene lo esencial de la estética manga y, como máximo, aspira a que el público, atrapado por las escenas, piense en los problemas de fondo que planteaba Shirow en su manga. Es como si los espectadores estuvieran obligados a decir cuando concluyen los créditos: “es el remake de un anime japonés… no soy tonto, lo he entendido y me ha hecho pensar”.
Algunos elementos de esta cinta llaman particularmente la atención: los cerebros conectados que constituyen una red informática están ahí, los vemos cada día en las redes sociales o en la masificación traída por el pensamiento único, pero nos sorprenden en cuanto alguien lo dramatiza y nos lo recuerda. La búsqueda del vacío, la desconexión de todo y de todos, es el recurso utilizado por “Major” en sus horas bajas para buscarse a sí misma, parece el tributo que Shidow debe a la cultura zen y su búsqueda del satori, el estado incondicionado, en el que las formas se disuelven y se entra en contacto con los estratos más profundos del yo.
Es evidente que pueden establecerse paralelismos y comparaciones con muchas películas de ciencia ficción. En realidad, muchos. El más evidente es el que nos asalta en algunas escenas es la innegable influencia de Matrix. En otras son los paisajes a lo Blade Runner. Y los amantes de la historia del cine podrán remitirse a un largo arco de tiempo que abarca desde la Metrópolis de Fritz Lang y Thea Von Harbou, hasta la reciente serie Westworld (que lleva directamente a la creación de la textura del robot que vemos en The Ghost in the Shell). La saturación de luces, los paisajes en los que la ropa tendida en miserables ventanucos, el hacinamiento insoportable, las fachadas de frialdad glaciar, los edificios apoyados unos sobre otros, y las calles progresivamente más estrechas remiten a la muy real ciudad amurallada de Kowloon en Hong Kong. Para colmo, el erotismo que puede desprenderse de unos circuitos integrados como vimos en Her (2013), son elementos dispersos que, deliberadamente o por azar, veremos en esta cinta. Incluso el consumo de fármacos por parte de “Major” que bloquean el recuerdo de su identidad originaria es algo que hemos visto en la serie española Pulsaciones (2017). Así pues, la inmensa mayoría de elementos e ideas que componen esta cinta, no son, como nuevos. Sugerir, finalmente, que a los robots les falla la “inteligencia emocional” hoy, tampoco parece una revelación que conmueva los fundamentos de la postmodernidad.
A estas alturas, resulta difícil realizar una película de ciencia ficción en la que no estén presentes elementos que remitan a otras películas anteriores, al menos parcialmente. De hecho, casi todos los elementos que están presentes en The Ghost in the Shell han aparecido previamente en alguna película. Sanders no ha hecho más que reunirlos y, puesto que se trata de ciencia ficción, utilizar una sobredosis de espectaculares efectos especiales para recrear paisajes, escenas, combates, que satisfarán a los que al apagarse las luces buscan emociones fuertes y vértigos trepidantes, pero que terminan fatigando a quienes esperaban algo más. Sanders, en su película, nos recuerda que el cine es espectáculo y que si lo que se pretende es encontrar explicaciones filosóficas a los problemas de la identidad de lo humano, al impacto de las nuevas tecnologías llegadas y que vendrán, a la invasión tecnológica o al derrumbe del universo privado, mejor abordar la lectura de densos ensayos con cientos de páginas. No, lo que Sanders hace es espectáculo para fijar el público y en medio del juego de luces y acción, introducir algunas pildorillas que remiten directamente al fondo del cómic originario.
Llama la atención que Sanders apenas ha dirigido largometrajes. En su historial figuran solamente este película y Blancanieves y la leyenda del cazador (2012) que, de cuento infantil pasó por su arte y su magia a ser una especie de historia siniestra. También en esta película, la acción se anteponía a cualquier otra consideración. Crear paisajes oscuros a partir de efectos informáticos parece ser hasta ahora lo esencial en su cine. El resultado no es malo, pero sus dos cintas terminan teniendo más interés estético que argumental.
Expresividad no es precisamente uno de los adornos que más caractericen a Scarlett Johansson, por lo que no es raro que fuera elegida directamente para interpretar un papel en el que permanentemente luce rostro de pasmada. La peluca le aproxima al estándar de protagonista de un manga y el resto lo hacen los efectos especiales.
Quizás la película se prolongue más de lo necesario, pero de lo que no cabe la menor duda es de que estamos ante una cinta de síntesis que nos puede servir para recordar otras muchas cintas del género, identificar influencias, encontrar matices y, si somos aficionados, dar un vistazo al cómic originario. Eso, claro está, o abordar la lectura del Ser y el Tiempo de Heidegger.
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