Hay series innovadoras y minimalistas que impactan desde el primer episodio. Son misteriosas pero no son series de misterio, tienen un valor moral a pesar de que el planteamiento puede parecer inmoral. Y lo más contradictorio de todo: son de bajo presupuesto y de buen rendimiento económico. Funcionan. Así es The booth at the End que quiere decir literalmente algo así como “en la cabina del final” (o en la mesa del fondo).
Lo esencial de la trama discurre en el interior de un “dinner bar”, uno de esos establecimientos típicos de los EEUU en los que te sirven comida de batalla (muchas calorías y colesterol en dosis letales) y ese aguachirri imbebible que allí se llama “café”. Un tipo maduro, gris, como tantos otros, está sentado en “la mesa del fondo” y a él acude todo tipo de personas pidiéndole hacer realidad sus sueños, deseos y/o necesidades. Él les cuenta las reglas del juego –nadie da nunca algo gratis y siempre hay que pagar un peaje y plegarse a unas normas para recibir lo que se ansía– y son libres de aceptar o rechazar las condiciones. Tienen que hacer algo a cambio para que el deseo se realice. Si lo aceptan, tendrán su sueño. Si no, a otra cosa y tan amigos. Tal es el planteamiento de partida. A partir de aquí, la serie hubiera podido ser una cursilada ingenuo-felizota o bien una obra pequeña obra maestra. Y fue lo segundo.
De la serie se han producido dos temporadas. Se estrenó en 2014, pero sería muy arriesgado llamar a cinco episodios de veinte minutos, “temporada”. Habría que aludir, casi mejor, a “ciclos”. El hecho de que la duración de cada episodio sea breve y que se entrecrucen distintas historias, da a la serie un dinamismo que, inicialmente, hubiera sido impensable. A fin de cuentas, la figura de un conseguidor que recibe sentado en un bar, no es un planteamiento particularmente trepidante. Y, sin embargo, el resultado final es sorprendente: al espectador le queda la sensación de que ha visto mucha acción en pocos minutos y de que, lo esencial de la trama –la naturaleza del conseguidor y si es Dios o el Diablo o un servidor de cualquiera de ellos– permanece en el misterio.
Si hubiera que buscar un precedente a esta serie en su concepción técnica, sin duda, habría que remitirse a In Treatment (2008-2010, En tratamiento). Allí, Gabriel Byrne, en su consulta de psiquiatra, iba recibiendo a una serie de personajes cuyos problemas interiores intentaba elucidar y corregir. Los episodios también eran de 25 minutos, el desfile de personajes secundarios continuo y el resultado final apenas dejaba respirar al espectador. Y todo esto dentro de la consulta de un psiquiatra. Cámbiese el diván por la mesa de bar y se tendrá lo más próxima a The Booth at the End.
Uno de los factores que han contribuido al éxito de la serie es la personalidad y el físico de su protagonista Alexander Harper Berkeley, profesionalmente “Xander Berkeley”. Es de esos actores cuyo rostro, inicialmente, nos suena, pero debemos de estar un rato dándole vueltas a la cabeza para fijarlo en anteriores películas. Y, bruscamente, las neuronas se nos saturan porque creemos haberlo visto en infinidad de series: nos suena por MASH (1972-1983) y por V Los Visitantes (1983-1985) , nos suena por sus apariciones en Miami Vice (1984-1990), Equipo A (1983-1987), Remington Steele (1982-1987), Cagney & Lacey (1981), series todas de los 80 en donde solía aparecer en papeles ocasionales. Fue así como se convirtió en un rostro familiar. Volvimos a verlo –como víctima y actor de reparto- en Terminator: el día del juicio final (1991), Candyman (1992), Sid and Nancy (1986), Air force one (1997) y volvimos a verlo en las series 24 (2001-2014) y Nikita (2010-2013)… No es raro, pues, que Berkeley sea un rostro familiar, especialmente para los que en los 80 éramos jóvenes y hoy somos canosos de la cincuentena hacia arriba.
La serie ha sido producida por Hulu, emitida por la Fox, dirigida por Christopher Kubasik (que de paso es su creador y guionista), junto con Jessica Landaw y Adam Arkin. Estos últimos están curtidos en anteriores series de TV y dominan el medio a pesar de sus cortos historiales profesionales. Hay que felicitar especialmente a Kubasik que es el único cuyo historial televisivo era virginal. Hasta The booth at end, apenas era conocido como autor de varios juegos de rol y novelas de aventuras. Lo menos que puede decirse es que con esta serie ha dado en el clavo.
¿Qué es lo que nos seduce de esta pequeña obra maestra que, una vez más, ha pasado desapercibida en España? Todos, en algún momento, deseamos algo que nos resulta inalcanzable por nuestros propios medios. Todos deseamos, pues, encontrar, al misterioso individuo, en la mesa del fondo de un local aséptico y gris. Es fácil, por tanto, que el espectador tienda a extrapolar sus propios deseos íntimos mientras está viendo la serie: no es que se identifique con los personajes, es que identifica sus propios deseos y los traslada a la trama. Kubasik lo que ha logrado es algo pareció a lo que buscaba en los juegos de rol que él mismo ha creado: que el sujeto se convierta en protagonista de su propia aventura. Es un nuevo concepto televisivo: del espectador sentado, pasivo, receptivo y narcotizado por la imagen, que no vive en sí mismo, sino en los rostros televisivos con los que se identifica y que no odia a nadie más que a quién los guionistas le sugieren que odie, se pasa a una trama simple en la que el propio espectador puede introducirse y plantearse: “Yo le pediría un yate de 25 m de eslora y para conseguirlo estaría dispuesto a renunciar a…”. Un concepto genial, al que lo único que se le puede reprochar es que llega en un momento en el que un porcentaje demasiado alto de audiencia es demasiado pasivo como para recordar siquiera que tiene una vida propia.
¿Puede entender el público actual una serie en la que el diálogo prevalece sobre la acción o sobre los efectos especiales? Les contaré un recuerdo personal. En cierta ocasión estaba sentado en Praga en una cafetería no muy diferente de la que muestran las imágenes de The Booht at the End. En la mesa de al lado se sentaron tres niños de no más de 14 años. Hablaban. Mi sorpresa vino precisamente por eso: estaban hablando serenamente. No jugaban con sus móviles, no gritaban, ni vociferaban, ni se expresaban con onomatopeyas, no se movían compulsivamente (como en nuestras latitudes): simplemente, hablaban. Entonces pensé que cuando una sociedad relega el uso de la palabra a un lugar secundario, es que se ha entrado en decadencia. Sin palabras es difícil expresar ideas y sentimientos. Si no somos capaces de expresarnos con palabras, todo aquello que está dentro de nosotros y que es, precisamente, lo que nos caracteriza como humanos, se ahoga y muere. De ahí la importancia de dominar el lenguaje. De ahí también el interés de esta serie en la que el eje está desplazado hacia el diálogo que el misterioso protagonista mantiene con todos los que se sientan en su mesa.
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