El personaje al que alude el título es Francisco Paesa, del que se dice que fue “célebre agente de los servicios secretos españoles”, pero que, sobre todo, fue un “listo” con mano izquierda y la rara capacidad de estafar a estafadores. Un Ray Donovan spanish, un solucionador. Su nombre ha quedado ligado a dos episodios señeros del período del “felipismo”: la desarticulación de la cúpula de ETA en Sokoa (a la que le vendió dos mísiles provistos de localizador) y la apropiación de los dineros de Luis Roldán, en su tiempo gran timonel de la Guardia Civil y saqueador incansable de su presupuesto. Y no se apropió de poco: 1.500 millones de pesetas. El teorema que nos muestra la película es que Paesa, decepcionado con los servicios que no le recompensaron como él quería su trabajo en el asunto de Sokoa, optó por apropiarse de los dineros de Roldán. Es una interpretación extraída del libro publicado por el periodista Antonio Cerdán sobre la base del cual se ha compuesto el guión.
El hombre de las mil caras es una de las raras muestras de cine político que se dan en nuestro país, un género que es relativamente frecuente en cualquier otro país, pero que en el nuestro levanta ampollas. En este país, cainita e incapaz de reflexionar sobre sí mismo y de revisar su historia sin recurrir a los bandazos ni a los movimientos pendulares, por no haber, ni siquiera hay apenas documentales de investigación sobre nuestro pasado reciente. Y cuando aparecen, “la pelea de gallos” entre las opiniones cerriles de derechas e izquierdas, no dan mucho margen para la revisión objetiva, pero si dan cancha a las escaramuzas ideológicas.
En cualquier caso, El hombre de las mil caras, pertenece a un género que apenas se cultiva en España e incluso cuando alguien ha realizado incursiones en él el resultado ha tenido aires de superficialidad (recordamos 7 días de enero [1979] de Antonio Bardem, en donde la intencionalidad ideológica era tan clara que, en algunos momentos, resultaba incluso risible, contrastando con el episodio que tomaba como eje central). En cuanto a las películas sobre el terrorismo vasco, o son frustradas (El Lobo, 2004), o ingenuas (La fuga de Segovia, 1981), o limitadas en sus ambiciones (Yoyes, 1999), o insatisfactorias (El asesinato de Carrero Blanco, 2011) o, simplemente, decepcionantes (Lasa y Zabala, 2014). No hay mucho más. No encontraríamos en el cine de “revisión política” español, la calidad de producciones dirigidas por Gillo Pontecorvo, Oliver Stone o Costa Gavras, que, aun haciendo abstracción de su posición ideológica (que hace inevitable que su cine no satisfaga a todos) ofrecen productos muy atractivos para el público y que generan interés por los mismos hechos que narran. Ante este vacío, El hombre de las mil caras ayuda a que nuestra filmografía esté presente en este género con algo digno que aportar.
El hecho de que esta película haya recibido críticas adversas en algunos medios de comunicación indica que, muchos profesionales siguen sin haber entendido que lo que deben juzgar es una película en sí misma, no en función de su propia posición ideológica o de las filias y fobias del medio en el que trabajen. En nuestra opinión es una de las mejores películas españolas que se van a proyectar este año. El hecho de que en su presentación en el Festival de Cine de San Sebastián el pasado 17 de septiembre, fuera acogida con división de opiniones, resulta significativo de que, no solamente hay “dos Españas”, sino “dos críticas” y “dos públicos”.
Vayamos por partes. Alberto Rodríguez, director de la película, demostró su valía con La isla mínima (2014) y, previamente, dejó buena impresión con Grupo 7 (2012). Su carrera profesional ha ido in crescendo desde su primera cinta en 2002 (El traje) y los productos que ha ido lanzando siempre han sido más perfilados que los anteriores. Si bien, hasta ahora, su cénit es La isla mínima, cabe decir que El hombre de las mil caras, teniendo otra temática y siendo bastante más arriesgada, no anda muy lejos en lo que a calidad del producto se refiere. Lo mejor de las tres últimas películas de Rodríguez (a partir de Grupo 7) es que se mueve bien en el género policíaco. Los argumentos están bien construidos, la trama mantiene el interés en todo el metraje y se preocupa, especialmente, de que tanto el casting como la fotografía estén adecuados a lo que pretenden transmitir. Bien por el trabajo de Alberto Rodríguez. Para nosotros va a resultar un test de credibilidad sobre la Academia del Cine: si reconoce los méritos de esta película en los próximos Premio Goya, supondrá que la institución se centra en los valores y en las calidades del producto; a la inversa, si no le otorga ningún premio (y a la vista de lo visto este año y, en comparación con otras películas nacionales, merecería varios), demostrará prejuicios ideológicos.
Eduard Fernández (a pesar de parecerse físicamente a Paesa tanto como un huevo a una castaña) desempeña un papel que aporta sobriedad y brillantez a la trama. Uno termina creyéndose que Paesa era así. En segundo lugar, cabe recordar a José Coronado en el papel de piloto y amigo de Paesa. Impecable. Carlos Santos ha logrado dejar atrás el encasillamiento al que se arriesgó en Los Hombres de Paco (2005-2010) y apaña a un Luis Roldán que no imaginábamos, mientras que Marta Etura nos traslada a los problemas de su esposa. Por no olvidar a un casi irreconocible Luis Callejo en el papel de, Alberto Belloch, el llamado Chófer de Drácula (al que yo, dicho sea de paso, he visto siempre con cara de Judas de paso de Semana Santa). Todos -incluida la aparición de Emilio Gutiérrez Caba como “hombre de los servicios”- han hecho de su trabajo un aliciente para el espectador. Movimiento de cámara, escenarios y música, notables. Ritmo narrativo, que hace recomendable sentarse ante la pantalla con la vejiga vacía, no sea que en los cinco minutos que tardamos en ir al aseo nos perdamos algún episodio clave. La película, en ningún momento baja el ritmo ni deja momentos para el tedio.
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