Vamos a ver como lo cuento para evitar malentendidos: en esta película el espectador encontrará lo mejor y lo peor. ¿Lo mejor? El casting. ¿Lo peor? Un guión que no aporta nada nuevo a un tema ya conocido: va Mercader con un piolet y se lo clava en el cráneo de Trotsky como quien abre un huevo pasado por agua. A partir de aquí podemos realizar algunas reflexiones tanto sobre la película en sí como sobre esa manía de realizar remakes que aportan poco o nada.
Empezaré diciendo que uno de los peores cómics de uno de los mejores dibujantes del siglo XX, Jean Giraud, más conoció como Moebius, es Arzach. El dibujo es bueno. Más aún, óptimus máximus, que dirían los latinos. Lo que no es bueno es el guión. Lo curioso es que ambos, dibujo y guión, son del propio Moebius. Cuando guionista y dibujante se juntan en un solo pack el resultado suele tener más estética que interés narrativo. Y es obvio que así sea: el dibujante sabe que es hábil para registrar unas escenas y mediocre en otras, así que se hace que el guión discurra para mayor lucimiento de su pincel. Por el guión queda, por tanto, sacrificado y relegado a un lugar secundario. En el cine suele pasar lo mismo, en especial a directores-guionistas, buenos artesanos, correctos en ambas funciones, pero que no están tocados por el sello de la genialidad. O que lo han estado y ya no lo están: lo hemos visto recientemente en la última película de Woody Allen, Café Society.
Todo esto viene a cuento de qué Antonio Chavarrías es, a la vez, guionista y director de esta cinta. No es que lo que cuente sea falso desde el punto de vista histórico (que no lo es): es que nos cuenta algo que ya había contado anticipadamente Joseph Losey en 1972 en El asesinato de Trotsky (película floja en la que la figura de Trotsky –a la sazón, Richard Burton– no sale muy bien parada que digamos, ni es el mejor papel de Alain Delon que encarna aquí a su asesino). En relación a la película de Losey (que además de Delon y Burton contaba con la presencia de Romy Schneider), El enviado es lo que en literatura se conoce como un “asesinato” (dice el dicho literario: “el plagio que es asesinato no es plagio”, es decir la copia que supera al original que copia no puede considerarse como un plagio, en tanto que es superior a ella). Pero –y esto es lo importante– su interés es mucho menor que el documental dramatizado de Javier Rioyo y José Luis López-Linares del que parece que Chavarrías tomó la idea para componer su cinta.
El problema es que todo este episodio y cada uno de los personajes que participaron en él (Ramón Mercader, el asesino de Trotsky, Sylvia Agelof la trabajadora social sucumbió a los encantos de Mercader y le abrió paso hasta el anciano exiliado, la madre de Mercader, el muralista Alfaro Siqueiros miembro del Partido Comunista, Frida Kahlo y Diego Rivera que compartieron, no sólo ideas, sino cama y cuernos, respectivamente, con Trotsky…) son personajes mucho más espectaculares y ricos en matices que los que pueden surgir de la mesa de un guionista. Por lo demás, puestos repetir lo ya dicho y sabido, no hacía falta armar una nueva cinta sobre el mismo episodio.
Temas inéditos en el episodio para una película memorable sobre el asesinato de Trotsky, sobran. Nadie parece preocupado por los motivos que llevaron a Ramón Mercader a incorporarse a la NKVD stalinista. Tampoco ninguna película ha hecho referencia a la madre de Mercader, hija de una familia acaudalada casada con un industrial del textil barcelonés y que, un buen día, entra en contacto con el pistolerismo anarquista barcelonés y les pasa datos sobre la familia de su marido para que atenten contra ellos. Ni tampoco qué razonamientos llevaron a una hija de la alta burguesía a comprometerse con el bolchevismo (¡y de qué manera! Hasta ser condecorada con la Orden de Lenin). O, cómo mamá Mercader alcanzó un puesto relevante en la NKVD. Ni siquiera se sabe el razonamiento que siguió el propio hijo de su madre para seguir el mismo derrotero, ni –por mucho que se haya especulado– cuáles fueron las relaciones entre madre e hijo. Y, puestos a tocar aspectos poco claros en toda esta historia, cabría también aludir al interés aún no suficientemente explicado que tenía Stalin por asesinar a Trotksy, cuando los trotskistas habían sido diezmados en el interior de la URSS y apenas eran una fracción extremadamente minoritaria en el movimiento comunista internacional. Y no basta con decir que Stalin fue un psicopatón que actuó contra Trotsky por pura venganza, cuando la operación de su asesinato tenía graves implicaciones diplomáticas internacionales.
De hecho, este es el gran misterio de todo el asunto: el por qué Trotsky, si debía ser asesinado por pura maldad de Stalin, no lo fue cuando lo había exiliado a Siberia o cuando todavía se encontraba en Europa. El episodio en un interrogante más dentro de ese enigma que se llamó “trotskismo” y que escribió su penúltima página cuando un número desmesurado de asesores de George Bush jr., durante su etapa en la Casa Blanca, habían sido en su juventud probos militantes trotskistas. Si Mercader hubiera sido el brazo ejecutor de una venganza personal de Stalin, al producirse la desestalinización, hubiera sido despojado de su medalla de Héroe de la Union Soviética y sus restos jamás habrían entrado en el cementerio de Küntsevo reservado para quienes ostentaban este rango (la tumba de Mercader, por cierto, está situada a pocos metros de la de Kim Philby). Como ven no faltan misterios en este asunto sobre los que podían armarse una y diez películas que plantearan perspectivas nuevas y elaboraran teorías que la ciencia histórica tiene vedado. Pero contar lo mismo de siempre, con otros actores, otros filtros en las cámaras y con similar resultado, es algo ocioso (e incluso imperdonable) si nos hurta al descuido 122 minutos de nuestra vida.
De Sherlock Holmes se han filmado decenas de películas, pero si los dos últimos productos protagonizaos por Robert Downey Jr., están justificados es porque plantean otra visión del personaje completamente diferente de las decenas de películas que habíamos visto hasta que se estrenaron Sherlock Holmes (2009) y Sherlock Holmes: juego de sombras (2011). Hubiéramos deseado algo pareció para esta reconstrucción del asesinato de Trotsky, francamente. Entre el asesinato de Trotsky visto por Losey y El enviado de Chavarrías filmado 44 años después, existen diferencias de calidad que juegan a favor de esta última, pero no las suficientes ni las que hubieran sido de esperar.
Hemos dicho que la película no es mala. Dejando aparte que el metraje hubiera podido reducirse sustancialmente y que hay escenas completamente prescindibles y que aportan poco o nada, los actores cumplen, la mayoría con nota, se esfuerzan, asumen sus papeles desde el primero hasta el último. Bien por ellos. La fotografía es, igualmente, buena, especialmente en las primeras escenas en donde verdaderamente llaman la atención algunas tomas. Pasados esos primeros minutos, los esfuerzos de encuadre tienden a desaparecer para centrarse en la narración de la historia. En cuanto a los matices de los personajes, es, sin duda, el principal déficit de guionización (aparte de explorar los terrenos inéditos que ya hemos enumerado). Hay algunas escenas y fragmentos de diálogos que están por encima de la media (como la recomendación que le formulan a Mercader de que su personaje tiene que estar bien construido y él mismo debe creérselo por encima de cualquier otra consideración).
¿A quién puede interesar, pues, esta película? No aportará gran cosa a los que conocen el episodio que narra, pero sí puede informar algo a los que hasta ese momento apenas habían oído hablar de Trotsky o de su asesino. Gustará a los amantes del cine histórico. También a los que creen que el cine español puede hacer algo más que las habituales astracanadas que medio siglo después se proyectarán en Cine de Barrio. No gustará a los que, conociendo el tema, creían que la película les aportaría algún dato nuevo.
Por cierto, en los años 70, la actriz inglesa Vanessa Redgrave impulsó un “Comité Internacional para la Investigación del asesinato de Trotsky” de su calidad de miembro de una de las fracciones del trotskismo británico (el Workers Revolutionary Party), como también lo fue el director Ken Loach. La Redgrave fue expulsada del partido en 1985 junto a su hermano mayor, Corin, y Gerry Healy, uno de los fundadores del grupo. La excusa fue “mantener relaciones con no comunistas”. Luego se supo que Healy había agredido sexualmente a 26 “camaradas femeninas del partido”. Los resultados del Comité no fueron concluyentes. Sirvió solamente para señalar que Mercader vivía en Checoslovaquia (en realidad vivía entre Moscú y La Habana y murió el mismo año en el que el Comité concluyó sus trabajos. La Redgrave se cansó al cabo de unos años de las escisiones, el dogmatismo y los problemas internos de los grupos trotskistas para fundar al filo del milenio un nebuloso Partido de la Paz y el Progreso. Entre tanto, su hermano optó por dedicarse a la defensa de los derechos de los gitanos. ¿Díganme si todo esto no da para un guión cinematográfico?
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