Estaríamos dispuestos a recomendar esta película solamente a los incondicionales de Woody Allen, advirtiéndoles, eso sí, de que correrían el riesgo de revisar su opinión sobre este director. En efecto, no creemos que pueda gustar ni siquiera a los que han logrado digerir y disculpar al peor Woody Allen (el exclusivamente alimentario que practica el viejo refrán español de “cría fama y échate a dormir”). Resulta comprometido, pues, recomendar a alguien esta película y no se nos ocurre ningún grupo social que pueda acogerla favorablemente, sin bostezos o cabezaditas durante la proyección. Solamente en el caso de que esté usted terminando la carrera de ciencias audiovisuales y dedique su tesina de licenciatura a Allan Stewart Königsberg, más conocido como “Woody Allen”, deberá ver casi obligatoriamente esta cinta, para concluir que incluso los más grandes directores de Hollywood, van y decaen. El resto de personal puede abstenerse de ver Café Society y jamás tendrá la sensación de haberse perdido algo valioso o entretenido.
Allen va camino de los 81 años, tiempo más que suficiente para haber amasado una fortuna considerable y haber dado al cine algunas de sus más memorables cintas; iría siendo hora de que se retirara. Pero, al parecer, los grandes nombres de Hollywood mueren aferrados a la claqueta. Debe ser un síndrome difícil de superar eso de filmar una película con cuatro ideas tópicas (en este caso, reflexiones ácido-sacarínicas sobre el amor), lanzarla utilizando los trucos del oficio y poder añadir algunos miles de dólares a la cuenta corriente.
De hecho, Allen lleva ya demasiadas películas “alimentarias” desde que se inició el milenio y en especial en los últimos ocho años. Desde que, literalmente, le sopló al Ayuntamiento de Barcelona una cantidad inconfesable (entre uno y dos millones de dólares) por ubicar en la Ciudad Condal su deleznable Vicky, Cristina, Barcelona (2008), Allen ha multiplicado este tipo de películas (Medianoche en París, 2011 o A Roma con amor, 2012) que, benévolamente, en el mejor de los casos, calificaríamos de “discretas”. Incluso, Si la cosa funciona (2009), hubiera sido un fracaso de no ser porque Larry David, bordó su papel protagonista; la película, de todas formas, no ha conseguido cubrir todavía los costes de producción. En lo que se refiere a Irrational Man, con Joaquin Phoenix, tuvo un resultado económico mediocre y unas críticas así mismo divididas entre quienes la consideraban rematadamente pretenciosa y aburrida y quienes la alababan como última genialidad de Allen. Magia a la luz de la luna (2014), no fue más que otra pastosa comedia romántica superpuesta a una crítica al espiritismo. Nada del otro mundo. Venía detrás de Blue Jasmin (2013), aclamada por la crítica pero con una acogida mucho menos entusiasta entre el público que la consideró un “producto menor”. Cuando un director genial ya no es capaz de construir otra película genial, o él ha decaído o habrá que acusarle de conformismo, pereza y “alimentarismo”. Así que ustedes mismos. El balance desde que se inició el milenio no es muy favorable, pues, para el cine de Woody Allen. Su gran momento, ha pasado.
No es la única decepción de la temporada. Quien esto escribe, fan habitual de los hermanos Coen, sufrió uno de los mayores desengaños cinematográficos de su vida con ¡Ave César! (2016) por mucho que contara con la presencia de George Clooney, Ralph Fiennes o Scarlett Johansson. Ser “superdirector” o “superguionista” en el pasado, no es garantía de seguir siéndolo en el presente. Hay que batir el cobre en cada película. Y el clima de Hollywood no parece proclive a hacerlo. Allen se ha obstinado desde 1969 en hacer una película al año, y cuando se han superado los ochenta este ritmo no puede realizarse sin una inevitable caída en picado de la calidad.
Falla el guión y el guión es de Woody Allen. El guión, simplemente, no engancha al espectador. Casi ni existe. En algunos momentos, la película se hace lánguidamente aburrida, los párpados se cierran y casi da la sensación de que el guión se quedó olvidado en una letrina de cualquier gasofa de la Ruta 66, entre Chicago y Los Angeles. Obviamente, a los actores no se les puede acusar de impericia o desidia, simplemente, estaban ante personajes mal diseñados, apenas trabajados y poco imaginativos. Jesse Eisenberg es el que hemos visto en otras muchas películas sin ningún matiz nuevo, “se interpreta a si mismo”. Kristen Stewart luce como desganada, casi sosa; mejor dicho, sosísima. Increíble que entre ambos protagonistas pudiera surgir un amor límbico a primera vista. Y, finalmente, Steve Carell que no entra en este papel ni con calzador y al que parece como si la cosa no fuera con él. Nada notable en ningún caso. Todos ellos han hecho cosas mejores y esta película no pasará de ser un accidente olvidable es sus carreras.
Si hay que encontrar algún mérito a la película es, indudablemente, la ambientación y la fotografía. Eso es todo. Y es lo mejor que podemos decir de la película. Este envoltorio hace que la película sea como aquella caja de bobones que te habrán regalado en alguna ocasión. El celofán de colores, la misma caja, los adornos y lazos, te deslumbran, pero cuando, finalmente, has logrado meterte un bombón entre mandíbulas, te das cuenta de lo insustancial y grosero del contenido. Y entonces te preguntas si eran necesarios tantos oropeles para tan poco contenido. Bueno, pues con esta película pasa otro tanto.
Mi recomendación sería que si Woody Allen tiene necesidad compulsiva de dirigir a las actrices que le seducen, lo siga haciendo con webcam o con el móvil, y proyecte los resultados en el salón de su casa ante un grupo de invitados condescendientes e incondicionales seleccionados por él mismo, saque su mejor whisky, les obsequie con cupcakes y mantenga con ellos conversaciones ingeniosas mientras sigue la proyección. Lo que no puede seguir haciendo es dilapidando su prestigio cinematográfico con este tipo de películas. No basta luego con que la productora aliente a que los críticos eviten decir lo que verdaderamente les ha parecido la película: hace falta que el producto convenza al público. Y si no, más vale no lanzarlo. Y en este caso no debería de haberse hecho.
Recordamos ahora, la figura de Dalton Trumbo que ya estuvo presente en la filmografía de Allen en aquella memorable película La Tapadera (1976). Como se sabe, Trumbo, impedido por la Comité de Actividades Anti-Norteamericanas a desarrollar su papel como guionista, pagó a ilustres mediocridades para que firmaran sus guiones. En este caso, un inexistente (pero deseable) Comité del Buen Hacer y de la Calidad, hubiera debido prohibir a Woody Allen (o a los Coen), firmar determinados productos que solamente servían para erosionar el prestigio de directores y guionistas en otro tiempo geniales. Y que el bodrio figurara como ópera prima de algún joven desconocido… ¿Para cuándo “directores tapadera” para enmascarar las pifias de directores consumados?
No hay comentarios:
Publicar un comentario