Los hechos históricos son lo que son. Otra cosa es cómo se interpreten en cada momento. Y aquí, los hechos históricos nos dicen que una pequeña guarnición española en Baler, un extremo olvidado de Luzón, resistió hasta más allá de firmarse los acuerdos de París (por los que las islas Filipinas pasaban a manos de EEUU a cambio de 20 millones de pesetas). Esto es todo. La resistencia más allá del deber, le valió al jefe de la guarnición la Cruz Laureada de San Fernando. Eso es todo. Como siempre, la realidad no es blanca ni negra, todo depende de la época y, consiguientemente, de la óptima con que se interpreta. Es así que dos películas, una filmada en 1945 y otra en 2016, es decir, a 47 y 119 años de los hechos, y separadas entre sí por 71 años, partiendo del mismo texto original –el libro escrito por el teniente Martín Cerezo-dan como resultado dos cintas de orientación completamente diferente y sobre las que vale la pena reflexionar.
Es sorprendente que, además del relato original, exista un nexo de unión entre ambas cintas: la famosa “habanera de los últimos de Filipinas” compuesta en 1945 con letra de Enrique Llovet y música de Jorge Halpern. Es una tagala la que canta la habanera y en ambas versiones la letra es la misma, pero si en la película de 1945, Tala, la filipina, está enamorada de un español y quiere venir a España, en la de 2016, es una prostituta que trabaja para el Katipunan, la sociedad secreta masónica que estaba detrás de la lucha por la independencia de aquellas islas.
El canto de la habanera por parte de Tala, en la película de 1945 es un canto a la esperanza (“Y así sabrás, por qué mi canción te llama sin cesar”), un grito para que no se pierda un amor (“No me abandones nunca al al anochecer, que la luna sale tarde y me puedo perder”), la definición de un estado de ánimo (“Mi sangre latiendo, ni vida pidiendo que tú no te alejes más”) y la constatación de una carencia (“me falta tu risa, me faltan tus besos, me falta tu despertar”)… Sin embargo, en la versión de 2016, esta misma canción, con la misma letra, se convierte en una provocación hasta el punto de que el teniente dispara y mata a la prostituta tagala después de que esta muestre tanto sus encantos naturales como su canto. Resulta curioso constatar que el canto y la muerte están también presentes en la versión de 1945, pero no es la tagala quien recibe el disparo fatal, sino el soldado que habitualmente anima a sus compañeros con soleares o seguidillas quien ve interrumpido su quejío.
Si esta es la diferencia más llamativa entre ambas cintas, hay tras que merecen ser igualmente reseñadas. El papel del fraile, por ejemplo, es completamente diferente. El que aparece en la película de 1945 es el típico misionero español que vimos en tantas cintas de la época. De aspecto austero y etéreo, a un paso de la santidad, su mirada ve más allá del futuro y admite que aunque algún día deban retirarse de Baler, “España habrá dejado allí la fe y el idioma”. Sin embargo, en la versión de 2016, el fraile es, literalmente, un colgao que gusta ponerse hasta las trancas con una pipa de opio traída de China, papel que corresponde a Karra Elejalde (muy en sintonía con su participación protagonista en Año Mariano (2000). Este fraile ni cree en su hábito, ni en su religión, ni en su misión civilizadora, ni en otra cosa que no sea el latigazo de opio.
En cuanto al capitán de la guarnición que muere durante el asedio, la versión de postguerra nos los presenta como un verdadero héroe, un militar consciente de su obligación y de su responsabilidad en el mando. La versión reciente hace, sin embargo, de él, un perfecto idiota acompañado permanentemente de un perrito y muestra de las peores cualidades del militar con mentalidad funcionarial.
Otra diferencia más. Hay un episodio que aparece en la versión de 2016 pero está ausente en la de postguerra, a pesar de aparecer en el libro de memorias del teniente Martín Cerezo: el fusilamiento de dos desertores en los últimos días del asedio. En efecto, en 1945 se trataba de exaltar al ejército y eliminar todos aquellos elementos que pudieran hacer criticable a la cinta por su dureza, mientras que setenta años después, el libro de memorias del protagonista ofrece un resquicio para filtrar un alegato antimilitarista. Difícilmente una sociedad que lo ignora todo sobre las fuerzas armadas y lo que implica el código militar puede valorar en su justa medida lo que no fue más que la aplicación de las ordenanzas militares en tiempo de guerra. Martín Cerezo, tenía la conciencia limpia por estos fusilamientos y, por eso, no tuvo reparos en recordarlos en su memoria histórica: en la postguerra se prefirió ignorar el asunto, hoy se destacan para acentuar el carácter pacifista de la cinta.
El sargento superviviente del primer asedio protagonizado por Javier Gutierrez, vale la pena recordar que es un personaje surgido de la nada y, por tanto, está ausente en la versión de 1945, sin embargo, adquiere un protagonismo central en la de 2016: no concibe otra ley que matar al enemigo, odia por lo que han hecho a los suyos y ese odio le lleva a comportarse como un verdadero psicópata. En ninguno de los tres documentos que narran todo lo que sucedió en aquel largo asedio en Baler, aparece nadie que tenga sus características.
Vale la pena recordar también el papel de los norteamericanos. En 1945, España podía recordar que el Tratado de París que puso fin a la guerra hispanoamericana, aproximó a ambos países. En 1945, al término de las Segunda Guerra Mundial, la supervivencia del régimen de Franco, dependía, precisamente, de la actitud que tomaran los norteamericanos. Aparecen en la película pero como “liberadores” golpeados por el Katipunán cuyos marines mueren al desembarcar. En la película de 2016, en cambio, solamente aparecen los cadáveres de los norteamericanos de los que los filipinos resaltan que ahora luchan contra ellos. Si en la primera versión, los protagonistas muestran “comprensión” por los deseos de independencia de los filipinos, en la reciente este elemento está ausente por completo. Los pocos datos históricos que ofrece la trama nos pintan la lucha del Katipunán en clave de “liberación nacional”, primero contra españoles y luego contra estadounidenses. Si en la primera, los oficiales norteamericanos al ver la guarnición de Baler exclaman “vamos a liberar a esos valientes”, en la reciente aparecen solamente como cadáveres o como nuevos invasores.
Sobre el Katipunán, resulta sorprendente que la versión de 1945, realizada en unos momentos en los que todavía se realizaban juicios por haber pertenecido a la masonería, no se aluda ni a su carácter masónica, ni siquiera aparezca ninguna referencia a los instigadores de la independencia filipinas que no fue más que una masonería autóctona (nosotros mismos hemos visto el mandil de cuero de Aguinaldo, el líder independentista, exactamente igual a los mandiles masónicos… pero es que la masonería, hasta hace poco, solamente admitía a “gentes libres y de buena costumbres” y los nativos de Filipinas, como los negros norteamericanos, no tenían este título. Sin embargo, la versión de 2016 menciona al Katipunán y muestra su bandera (con las tres “K”).
En 1945 se trataba de realizar una cinta patriótica. Al oír el mero nombre de “España”, hasta los moribundos que están en la enfermería sacan fuerzas de flaqueza y se incorporan. En la película de 2016, en cambio, España” es un recuerdo lejano que no existe casi como entidad nacional, sino más bien algo que cada uno considera a su estilo y le atribuye un valor diferente: vemos entre los soldados al patriota, al que aspira cumplir con su deber, al escéptico, al timorato, al nostálgico y al oficial que identifica España con el reglamento y las ordenanzas.
Un aspecto a destacar en la versión reciente de Los últimos de Filipinas es la crítica que se realiza al gobierno y a las autoridades militares de la época y que llevaron a la destrucción de la escuadra en Cavite y a una dirección catastrófica del conflicto. La crítica es justa (como el recordatorio de que por 2.000 pesetas, al alcance de la burguesía y de la aristocracia, pero no de las clases populares, se podía evitar ir al servicio militar) e incluso bastante justificada, pero lo significativo es que está crítica está completamente ausente de la versión de 1945. El motivo está claro: en 1945 se trataba de no cuestionar la estructura del poder, ni erosionar de ninguna manera a las fuerzas armadas.
Ambas películas tienen, eso sí, un lugar común: pertenecen al género bélico y, en tanto que tales, deben registrar la escenificación de combates, muertos, cargas a la bayoneta, cañonazos, disparos y el consabido grito de “¡cubran ese flanco!”… En realidad, de los documentos históricos que se poseen, resulta que hubo muchos menos tiros y muertos de lo que cabría pensar (parece que solamente murieron dos soldados españoles en combate y diecisiete por el beriberi) y en el primer asalto a la guarnición (episodio que se menciona pero que no aparece dramatizado en la cinta de 1945), tan solo se produjeron media docena de bajas sobre 50 soldados y no la masacre que aparece en la versión de 2016, a fin de cargar las tintas y justificar el odio homicida del sargento protagonizado por Javier Gutiérrez.
Ambas películas difieren extraordinariamente en muchos otros aspectos (incluidos los uniformes y la arquitectura de la iglesuela de Baler). Nos muestran ampliamente el “zeitgeist” de cada época: esto es, su espíritu. Ninguna de las dos películas es completamente fiel a la verdad histórica, pero ambas la interpretan a conveniencia y según la óptica del momento en el que fueron rodadas. Momentos de exaltación patriótica en 1945 (la tagala, por cierto, se va tras el desfile del contingente español con armas al hombro), momentos de humanismo pacifista y universalista en 2016. Clave patriótica y clave humanitarista, una y otra. La guerra como exaltación del deber patriótico y la guerra como masacre absurda y sin sentido.
Resulta inútil decantarse por una o por otra versión. Ambas, desde el punto de vista técnico, son incomparables: cada una es deudora de su tiempo y registra la presencia de actores excelentes de cada época. Pero una película en blanco y negro, filmada hace 71 años, difícilmente podría competir con una película en color que ha utilizado desde drones hasta retoques digitales. Ambas películas, cada una en su época, merecerían una calificación muy similar. Los tiempos cambian y los defensores de Baler seguramente estuvieron más cerca de la versión de 1945 que de la de 2016. En realidad, España tiene un problema grave: no solamente existen “dos Españas”, sino, a lo que parece, “dos tiempos”: la película de 2016 parece haberse fijado como objetivo desmitificar y ser el reflejo especular de la versión de 1945.
Una película de este tipo hubiera debido contar con el asesoramiento de historiadores y sociólogos, civiles y militares. Resulta imposible entender una época (1898) con los valores que se tenían en 1945 o con que se tienen ahora. Y éste, a fin de cuentas, es el problema de estas dos películas. Después de ver las dos, a uno le queda la duda de cómo fue el sitio de Baler y se queda, como siempre musitando la habanera.
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