Si usted guarda un buen recuerdo de Los Doce Monos (1995) aquella película dirigida por Terry Gillian y protagonizada por Bruce Willis, Brad Pitt y Christopher Plummer, con música de Astor Piazzolla, esta serie le sabrá a poco e, incluso es posible que la abandone al segundo o tercer episodio. Aquella película constituyó un éxito de taquilla y le valió a Brad Pitt una nominación al Oscar por el mejor actor de reparto. De Los Doce Monos nos queda su actuación electrizante como residente en un manicomio, la música de resonancias tangueñas (en realidad era un arreglo de la Suite de Punta del Este), la sordidez de algunas escenas y jirafas recorriendo libres las inmediaciones de una autopista. Para muchos espectadores, esta cinta alcanzó el nivel de “mítica” y para otros es, simplemente, “película de culto”. No dejó indiferente a nadie y es considerada de manera prácticamente unánime como una película perfecta en la medida en que coincidieron un guión bien atado, una interpretación galvanizadora, una dirección imaginativa, una música inolvidable y un montaje que aumentaba la tensión del espectador.
A partir de aquí, uno se pregunta el por qué a un par de guionistas (Terry Matalas y Travis Fickett) se les ocurrió convertir un largometraje en el que no faltaba ni sobraba nada, en una serie que –inexplicablemente– lleva dos temporadas en pantalla y tiene una tercera en elaboración para proyectarse en 2017. Quizás para el espectador que no haya visto la película original de Gillian, la serie puede tener algún aliciente, pero, desde luego, quien la ha visto y mantiene en su memoria visual y auditiva lo esencial de la misma, esta reinvención resulta pobre en todos los sentidos: en su argumento (deslavazado), en su interpretación (débil), en su dirección (convencional), en su guionización (con unos personajes planos) y en su banda sonora (ausente).
Es posible que alguien nos reproche el que hasta ahora hemos hablado más de la película original que de la serie en sí. Pero resultaba inevitable hacerlo. La serie nos muestra una actitud condenable en lo artístico: aprovechar un éxito cinematográfico de la pantalla grande para convertirlo en una serie que tiene poco parecido con el original y que, en ningún momento logra que podamos olvidar el modelo: ha ocurrido con Bates Motel (2013 en adelante) que reinterpretaba el clásico de Hitchcock Psicosis (1960), ha vuelto a ocurrir con Abierto hasta el amanecer (2014-2015) que hacía otro tanto con la famosa película del mismo título de Robert Rodríguez (1996) y, antes, volvió a ocurrir con Stargate (1994) que, increíblemente, pudo mantenerse durante 10 años en pantalla (1997-2007) a pesar de tener mucho menos interés que la matriz.
Ahora volvemos a encontrarnos el mismo problema con 12 Monos. No es que en las productoras de series televisivas falten ideas, es que algunos guionistas y showrunners intentan tirar por el camino fácil: centrarse en un producto de éxito en la pantalla grande para que la mera evocación del título genere, por sí mismo, un suelo de audiencia apreciable. En principio, debería costar menos reinventar un producto que crear uno nuevo, pero, en general y salvo honrosas excepciones (albergamos la mayor de las simpatías por una serie que, sin embargo, recibió muchas críticas: El joven Indiana Jones), este tipo de planteamiento suele resultar decepcionante.
Los productores de la serie 12 Monos, a la vista de que las divergencias entre el modelo canónico y el resultado televisivo son abismales, han optado por hablar de “reinterpretación” del tema. Cabe decir que la serie se encuadra dentro de la gama de “thrillers de ciencia ficción”. Tanto en el largometraje como en la serie la trama está ambientada en un futuro postapocalíptico y su leit-motiv son los viajes en el tiempo y la posibilidad de modificar el pasado para evitar el desencadenamiento de la oleada destructora que hacia mediados del presente siglo se llevó a 7.000 millones de habitantes del planeta, el 93% de la población mundial. El tema, como se puede ver es bueno y da lugar a una temática que hemos visto recientemente desarrollado en series como 11.22.63.
Lamentablemente, 12 Monos ha recurrido a una serie de rostros poco desconocidos para los papeles protagonistas y sin el carisma necesario para enganchar al espectador. De todos ellos, el más especial es el de la actriz alemana Bárbara Sukowa, musa en otro tiempo de Rainer Fassbinder en Berlin Alexanderplatz (1980) y en Lola (1981), actriz en la inolvidable e hipnótica Europa de Lars von Trier (1990), encarnó a la protagonista de Hannah Arendt (2012) y antes a la Rosa Luxemburgo (1986) en las dos cintas de Margerethe von Trotta y salió airosa de The Sicilian de Cimino (1987), la historia de Salvadore Giuliano. La Sukowa no es, desde luego, una diva de Hollywood, pero sí un rostro sugerente de películas minoritarias y, por tanto, que no dirá gran cosa a la mayoría de espectadores de TV no habituales a las salas de arte y ensayo o al cine indi. Por otra parte, su papel es extremadamente secundario en la serie 12 Monos.
Entre los protagonistas, haber cambiado a Brad Pitt por la actriz canadiense Emily Hampshire, no fue una buena idea. Tanto ella como el protagonista, Aaron Stanford, llevan unos años frecuentando platós, pero en series en las que han ocupado papeles de reparto olvidables o que no se han estrenado fuera de los EEUU o Canadá. Cuesta ubicarlos y, por lo demás, la creación que hace la Hampshire de la hija enloquecía del multimillonario propietario de una empresa de ingeniería genética y estudios virológicos, no logra, en ningún momento aproximarse al personaje encarnado por Brad Pitt, por mucho que intente copiar su nerviosismo y su locura. Y Stanford sustituyendo a Bruce Willis tiene el hándicap de que, probablemente, esa fue una de las mejores interpretaciones de éste actor.
Es posible que la serie haya resultado modesta por falta de presupuesto. La recreación del mundo destruido en 2053 se reduce a alguna fábrica abandonada y a juegos de sombras poco convincentes. Hay muchas limitaciones en esta serie y con ellas era imposible crear un producto de calidad. Los primeros episodios, incluso, dan sensación de haber sido elaborados con cierta desgana y con los actores desubicados. En los siguientes, cuando uno ya ha aceptado que la serie tiene remotas similitudes con la película, se hace algo más llevadera.
En un momento en el que se están haciendo muy buenas series, cuesta recomendar esta a algún tipo de público concreto. Para aceptarla, hay que ser un fanático de la ciencia ficción, no haber visto –y esto es importante, repetimos– la película de 1995, tener paciencia hasta que la serie se encarrila a mediados de la primera temporada y adquiere vida propia, no ser muy exigente y ser un buen cristiano capaz de perdonar errores y patinazos de los guionistas (esa, por ejemplo, que ocurre en la segunda entrega, cuando la máquina del tiempo se equivoca y envía al protagonista a una base militar en Corea del Norte, es de verdadera traca, remite a aquel chiste de Eugenio: “Doctor, me duele aquí”, “Coño, pues póngase allí”).
La serie se proyecta en Netflix España desde el verano de 2016, año y medio año después de su estreno en EEUU en la cadena Syfy (más conocida antes como Sci-Fi Channel). De momento se han filmado 26 episodios en dos temporadas. En el mundo anglosajón la puntuación obtenida ha sido alta (tres cuartas partes de aceptación). Las críticas en España, por el contrario, han resultado mucho más duras y aquí la aceptación estaría por debajo del aprobado. Y es que una película de culto, no da, necesariamente, una serie que pueda ser recordada
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