martes, 26 de julio de 2016

Mar de Plástico




Quizás valga la pena explicar porqué dedico 45 minutos de mi vida a criticar una serie que vale menos que el tiempo que se tarda en cambiar de canal. Justo cuando Antena 3 empezaba a emitir esta serie me ausenté de España durante casi cuatro meses. Desde entonces mis preferencias se orientaron hacia las series de procedencia nórdica: buenas, muy buenas. Hace poco sentí que tenía que volver la mirada a mi país, no sea que de tanto mirar al exterior me estuviera perdiendo series de calidad realizadas por nuestra gente. Google está para eso: “Mejores+series+españolas+de+2015”. Me aparecieron dos: Mar de plástico y El crematorio. Si Google lo decía, seria verdad… Empecé con la primera. 

Criticar y machacar algo que es el fruto del trabajo colectivo es algo difícil e ingrato porque siempre hay actores que se entregan más, un técnico puede trabajar con desidia y desinterés pero el de al lado es posible que sea un profesional consumado y, por lo demás, en tiempos de crisis, supongo que todo el mundo tiene derecho a trabajar y a que se respete su trabajo. Pero aquí, en Mar de plástico, hay un responsable y se trata de que su necedad no quede impune. La serie, en su conjunto, es peor que mala. Simplemente insufrible. Para los que no la hayan visto, les diré que no se molesten, el asesino es el hijo del millonario que resulta ser hijo adoptivo de una de las rumanas muertas. Decir esto no es spoiler, es caridad. Por lo demás, éste final podía preverse desde el momento en el que el papel correspondía a aquel niño chungo que oficiaba de hijo de la marquesa de Santillana en Águila Roja. La criatura, convertido en adolescente, acentuando sus ojos de psicópata tenía, desde el primer episodio, todos los números para ser el criminal. Así que no pierdan el tiempo y ahórrense las dieciséis horas y media de proyección de los trece capítulos que me he tenido que tragar para armar esta crítica.

¿Por qué es mala-malísima esta serie? No, desde luego, por el trabajo de la mayoría de actores que han encarnado papeles que no dan para mucho, con diálogos absolutamente inocuos. La idea, incluso, es buena; en cuanto a la fotografía que tiene incluso algunos momentos brillantes. Lo que falla es el guión. Siempre el guión: si no hay un buen guión, no hay una buena serie. Parece increíble que cuando los directivos de Antena 3 dieron el visto bueno a esta serie no fueran un poco más exigentes con el guión. Lo más barato de una serie es, precisamente, componer el guión: sin embargo, es lo básico. Todo depende de un guión, incluso que los actores funcionen mejor o peor, que se crean o no sus papeles y que puedan transmitir algo a la audiencia. Sorprende e irrita que Antena 3 haya dejado que un guión en el que no aparece ni un solo destello de ingenio, con unos personajes monocolores pintados a brochazos y unas situaciones mal engarzadas, hayan pasado los controles de calidad de la cadena: ¿para qué está un “director de contenidos” (Carlos Fernández Alonso), para que un “director de la división de televisión” (Javier Bardají), para qué un “consejero delegado” (Silvio González) y para qué un “vicepresidente” todopoderoso (Carlotti), si ninguno de ellos, ni sus secretarias, son capaces de advertir de que se va a poner en marcha una producción infumable y, por tanto, invendible en otros países?


Cabe pensar que el nivel medio del público que hoy pone la televisión convencional es tan bajo que ni siquiera merecen que alguien se tome la molestia de controlar la calidad de un guión. A fin de cuentas, incluso Televisión Española nos ha obsequiado con guiones de ínfima calidad (Olmos y Robles se estrenó en la misma época que Mar de plástico, teniendo como trasfondo a la Guardia Civil que, desde luego, no se merece este tipo de maltrato; la serie constituyó un fiasco similar, aunque con menos pretensiones). Es posible, incluso, que por la mente de los directivos de Antena 3 dominara la idea de que el público es incapaz de distinguir entre un guión bien atado y una serie de peripecias deslavazadas, sin orden ni concierto, y que no valía la pena exigir al equipo de guionización el que mejorara el relato porque el público no lo sabría apreciar. Es tristemente cierto que un público poco exigente se lo come todo. Pero una cosa es reconocer los hechos consumados y otra muy diferente, velar por el prestigio de la cadena, la solvencia de su producción y, algo cada vez más importante, en un momento en el que el público está harto de publicidad, la exportación del producto y su venta a otras televisiones. Los directivos de Antena 3 han optado por la vía más fácil, que casi nunca es la mejor. Un 21% de audiencia avaló la serie y es lo que ha favorecido el que en estos momentos se esté rodando la segunda temporada que, por supuesto, aconsejamos no ver si tiene –como es de prever– la misma pobreza argumental que la primera.
¿Qué es, en definitiva, Mar de plástico? Un maridaje entre el habitual y consabido culebrón y el género negro… Lo que es culebrón resulta excesivamente reiterativo. Y en cuanto al género negro, está mal resuelto. Hay amoríos entre los protagonistas, pero las parejas son estables: desde el primer episodio hasta el último alternan acaramelamientos con disputas seguidas de reconciliación. El ciclo llega a cansar porque en cada escena se sabe lo que va a ocurrir. Y luego está, naturalmente, el maniqueísmo propio del culebrón: allí donde hay una casa lujosa, allí hay un capullo integral carente por completo de escrúpulos que “algo habrá hecho” aunque todos sepamos que no puede ser el asesino. La parte de culebrón es, por tanto, deleznable, pelmaza y prescindible por completo. Queda luego la parte de género negro.
En España se suele hacer buen cine policíaco. Quizás sea este cine lo más memorable y aprovechable que dejó la cinematografía franquista y seguramente es lo mejor que se filmó durante la transición, hasta llegar a la Isla mínima que demuestra que, cuando hay voluntad, nuestra cinematografía puede estar al nivel de las mejores. Para que una película de género negro merezca un notable, su guión tiene que estar bien cerrado, cada escena que precede al desenlace tiene que estar justificada por la naturaleza misma de ese desenlace. Y ser creíble. Ninguno de estos elementos se encuentra en esta malhadada serie: tiene más cabos sueltos que una fábrica de sogas. Se van sucediendo temáticas que, inicialmente, parecen contribuir a aumentar el misterio, pero que al cabo de unos episodios se ve que no llevan a ningún sitio. Aunque a Antena 3 le importe muy poco la calidad de lo que arroja a su público y solo le importe la publicidad que coloque entre programa y programa, deberían de pensar en la exportación. Y no hemos leído que la serie de haya vendido a televisión alguna, algo que, desde luego, no resulta sorprendente.


La idea, como hemos dicho, no era mala: el asesinato de una chica ligera de cascos, la niña que no es hija de su padre, sino del jodido millonario que ha amasado su fortuna utilizando todo tipo de tretas e ilegalidades, una esposa rusa de manual, inmigrantes trabajando en los invernaderos de Almería, prostitutas rumanas, odios raciales, resentimientos sociales, gitanos de los de antes, un escenario que existe realmente y unas situaciones que se han dado en aquella zona… todo esto podía haber dado lugar a algo mucho mejor. Lo que ha resultado ha sido una amalgama sin pies ni cabeza, en la que se han deformado los hechos que realmente ocurrieron: los sucesos de El Ejido en 2000 marcaron a fuego aquella zona y fueron el primer toque de alarma de que algo no iba bien por el sur-este español. Es cierto que murieron inmigrantes asfixiados dentro de los camiones que los transportaban y es igualmente cierto que las tensiones raciales están a flor de piel: y no sólo de niños chungos españoles contra cualquier cosa que no sea su grupo, sino entre marroquíes y subsaharianos. Es cierto que se han producido asesinatos inexplicables en la zona y que hay personajes como los descritos… Pero para que una serie tenga cierta calidad, todos estos elementos deben estar bien descritos, el guión debe ser ágil, los diálogos originales e ingeniosos (para oír a unos jóvenes decir una y otra vez “no jodas, tío”, “me cago en tu puta madre”, “toy hata los cohone” no hace falta que ponga la tele) y, sobre todo, la trama bien estructurada y puesta al servicio de una lógica creíble. Nada de todo esto lo encontramos en Mar de Plástico. No me cabe la menor duda, además, de que los guionistas nunca han viajado a Almería, ni entrado en una tasca de la zona, ni escuchado su acento. Para colmo, los negros “guineanos” tienen aspecto caribeño (y, por cierto, defienden bien su papel). ¡Qué desastre de guión! ¡que el diosecillo de la televisión generalista les maldiga!
Como hemos advertido, la mala noticia es que la segunda temporada se está filmando y, a la vista de que la primera tuvo un share de entorno al 21% con 5.000.000 de espectadores, la cadena vio su objetivo cubierto. Pagan los anunciantes. Sufre el público con un mínimo de capacidad crítica y ganas de ver un producto convincente. La buena noticia es que “Marta”, la novia del sargento de la Guardia Civil, aparece muerta en la última escena de la primera temporada… al menos en la segunda se romperá el ciclo interminable de atracción-disputa-ruptura-atracción. ¿Lo previsible? Que el sargento y la Guardia Civil “gitana machorra” incumplirán aquello de “donde trabajes no cagues”. Un consejo: ahórrense trece semanas de sufrimiento y exijan a Carlotti más calidad y que espolee a sus guionistas.

domingo, 17 de julio de 2016

Happy Valley

Happy Valley: el Reino Unido profundo

 

La primera temporada de Happy Valley nos dejó muy, muy buen recuerdo. Llegaba el mismo año en el que se estrenaba las primeras temporadas de las series norteamericanas Fargo (2014) y de True Detective (2014), así que era inevitable realizar comparaciones. De muchas más modestas aspiraciones que True Detective, Happy Valley está mucho más próxima a Fargo: una historia de policías alejados de los grandes rascacielos de Londres y Nueva York, una trama que discurre en lugares sin historia, próximos al Edén, en donde todo debería ser felicidad y dicha, estrecheces económicas aparte, pero sin grandes inseguridades, conflictos, ni crímenes escabrosos. Quienes sigan series inglesas sabrán reconocer en Happy Valley ciertas similitudes de encuadre con Broarchurch (2013). 

La protagonistas es una policía madura, con años de experiencia en el cuerpo y que en ambas temporadas, exteriormente, da sensación de una gran solidez interior. Sin embargo, sus problemas personales la sitúan próxima al derrumbe anímico por cuestiones familiares, cuestiones que, a fin de cuentas, tienen una relación directa con su trabajo. Ésta segunda temporada está, en buena medida, ligada por los cabos sueltos dejados en la primera.


Habitualmente, en las series televisivas, la primera temporada suele ser superior a las siguientes. Tenemos casos en los que una serie que entusiasmó en la primera temporada generó expectativas demasiado altas que no estuvieron a la altura de una decepcionante segunda temporada. Homeland (2011), sin ir más lejos. En Dexter (2006), en cambio, el interés no decayó ni un ápice en las tres primeras temporadas. Happy Valley, nos da la tercera posibilidad: cuando una serie se va superando y la última temporada es superior a la anterior. 

Los personajes nos resultan ahora más conocidos. Todos ellos, empezando por el entorno hogareño de la protagonista; incluso “Tommy Lee Royce”, el malvado psicópata encerrado al cierre de la primera temporada que ahora intenta manejar los hijos desde la prisión, nos resultan familiares. Así mismo, los nuevos personajes están perfectamente perfilados y aprendemos a empatizar con ellos o a odiarlos desde el momento en el que aparecen en la escena. Y es que el guión ha sido primorosamente elaborado. Apenas tiene puntos débiles. Giros inesperados, los justos. Es cierto que, desde el principio, todo resulta previsible, sin grandes sorpresas: ganan los buenos, naturalmente, pero aún así, la trama no está forzada ni resulta retorcida en momento alguno. Sabemos cómo acabará: pero necesitamos saber cómo se llegará a ese final. Esto es lo más interesante del guión: la linealidad y luminosidad de su trazado. Existen, eso sí, algunos detalles derivados del particular humor inglés, esparcidos a lo largo de toda la narración. Algo que siempre es de agradecer. 

Las situaciones humanas que se describen son extraordinariamente creíbles; nada que exceda la realidad, que la niegue o que nos obligue a actos de fe. Y ese es el problema: que en determinadas zonas de Europa que podrían ser un paraíso, una delincuencia enloquecida se ha apoderado. La trama está situada en uno de esos lugares en los que hoy la droga, la trata de blancas y los ajustes de cuentas entre bandas, están a la orden del día: el “valle feliz” es el Este de Yorkshire, conocida como la llanura de Holderness. Los núcleos de población son pequeños y dispersos. Yorshire está alejado de las grandes ciudades del Reino Unido, pero hasta allí ha llegado esta delincuencia que excede en virulencia y crueldad a cualquier otra cosa que hayamos visto antes. Y juega con ventaja sobre una policía que ha renunciado a utilizar armas. El tasser y la porra de toda la vida apenas logra contener a legiones de borrachos, tironeros y pequeños delincuentes, pero cuando se trata de psicópatas o de una delincuencia más agresiva, se percibe perfectamente el desequilibrio y la indefensión de la policía y de sus familias. Por ello no es extraño que los funcionarios del orden caigan en depresiones, duden frecuentemente de su misión o renieguen de su trabajo. Están, literalmente, hartos de esta batalla desigual: “Catherine Cawood”, la protagonista, interpretada genialmente por Sarah Lancashire es una de estas policías abnegadas con muchos años de servicio en la gorra y en los michelines y que tiene momentos de duda y debilidad.

El malvado de la serie, interpretado por James Norton (“Tommy Lee Royce”) es el psicópata de manual: manipulador, sin escrúpulos, ególatra, de amplio historial delictivo, irrecuperable para la sociedad, al que ningún centro penitenciario logrará reeducar y reconducir a una vida honesta… Un malvado completamente diferente de los otros dos que aparecen en esta segunda temporada: el policía resabiado con su esposa y con su amante y el asesino de prostitutas que, prácticamente, es una desecho social. Son, pues, tres historias las que se entrecruzan en los seis episodios de la temporada, cada una aportando paletadas para la consecución de un clima de tensión que, lejos de decaer, va ganando en intensidad de episodio en episodio.



La serie satisfará todas las expectativas de los aficionados a las intrigas policiales, los thrillers con tensión dramática dosificada en su justa medida. Hará también apreciar los productos europeos y demostrar (como demostró también Broadchurch) que, incluso con presupuestos limitados, se pueden realizar obras próximas a la maestría: todo depende del guión, del casting y de lo conjuntado del equipo. La dirección es diestra y ágil. La guionización, insistimos, magistral, la actuación exigente. Tanto los protagonistas principales como los secundarios están elegidos con tanta destreza que no puede extrañar que sobre ellos haya caído una granizada de nominaciones a los premios Awards y BAFTA, por su primera temporada. Prevemos que esta segunda se repetirá la cosecha de galardones. Es lo que tiene el trabajo honesto, riguroso, sistemático y sin más pretensión que entretener e inquietar al público.

Borgen

Borgen o el discreto encanto de la política danesa


Hay series que marcan estilo en la televisión mundial. Borgen es una de ellas. Trata sobre la política danesa: recordará a muchos House of Cards (que trata sobre política estadounidense), Marseille (que trata sobre política marsellesa, que se como aludir a toda la política francesa), o nuestra olvidable serie de Antena 3 El embajador (que intenta tratar de política española… sin, por supuesto, hacer nada más que una caricatura insulsa). La “madre” de todas estas series y la que se anticipa a todas ellas es Borgen: House of Cards aparece en 2013 y, aunque sus promotores se empeñen en hacer de ella una adaptación de una miniserie británica del mismo nombre que data de 1990, seguramente nadie se hubiera acordado de ella de no ser por las tres temporadas de Borgen que se prolongaron entre 2010 y 2013. 

El nombre de la serie alude significativamente al palacio de Christiansborg, situado en Slotsholmen, el “islote del castillo”, en Copenhague, sede del parlamento y del Tribunal Supremo danés. Es pues una serie sobre las interioridades del gobierno de Dinamarca. Y sorprenden. De hecho, la política danesa ya nos sorprendió hace unos meses cuando vimos la serie danesa Forbrydelsen (2007) donde Lars Mikkelsen interpretaba a “Troels Hartmann”, un ministro danés, sospechoso de participar en un crimen. El ministro no iba ni en coche oficial ni había que pedir cita con él, ni siquiera superar a su escolta para cruzar unas palabras. Cuando nos sorprendemos de que un ministro tome el taxi para ir a su casa es que nos hemos habituado a ver demasiados ceporros y ceporrillos en coche oficial. “Troels Hartann” vivía en un discreto apartamento y su máximo lujo era utilizar una “polvera” pagada por el partido (y a espaldas del propio partido, claro): era un tipo normal y corriente. Uno se preguntaba: ¿y por qué no tenemos políticos de ese estilo en el mundo latino? Respuesta: porque aquí creemos que los políticos pertenecen a otra raza. 

En las tres temporadas de Borgen hemos tenido ocasión de reafirmarnos en las mismas opiniones. La serie, en sí misma, es interesante, casi diría una pequeña obra maestra de la ficción política. Lo que aprendemos sobre democracia es muy superior aún. Y lo hacemos a través de las peripecias personales y políticas de su protagonista “Birgitte Nyborg”, política de centro, primero en la oposición, luego primera ministra, finalmente dirigente empresarial y opositora, así como de sus vicisitudes personales y las de su entorno político y familiar. Este papel central está representado por Sidse Babett Knudsen, y le valió ser nominada a los Premios Emy. La actriz ya nos había causado una excelente impresión en la miniserie danesa 1864


En todos los países del mundo la política es en el siglo XXI un oficio maldito; pero en unos más que otros. Toda clase política es, en sí misma, marrullera (en política el fair play es como escalar el Everest con chancletas), implacable (la debilidad no permite ni acercarse al atrio del templo de la política) y egocéntrica (el político se sitúa a sí mismo, siempre por delante de su proyecto), sólo que en los países nórdicos todavía tiene una dimensión humana, mientras que en EEUU es simplemente carne de psiquiátrico de la que “Francis Underwood” es arquetipo. Esa dimensión humana es la que nos muestra Borgen en cada episodio.
La serie sabe conjugar los aspectos políticos con los personales en una combinación de gran realismo, gracias a un guión particularmente brillante y que roza lo políticamente incorrecto con cierta frecuencia. Y esto, a pesar de que la protagonista es lo que, en términos de política mediterránea podría ser considerado como una “progresista moderada de centro”. Esta orientación está presente en sus acciones e iniciativas. El centro, como se sabe, compromete a poco, toma un poco de de la derecha, otro poco de la izquierda y nunca suscita enconos particulares de unos o de otros. Por eso era necesario que la protagonista fuera de centro. 

Los partidos que se mencionan en la trama responden al esquema de la política danesa, con otros nombres. Cabría recordar la pequeña diferencia de que el Partido de la Libertad, que en Borgen, es el partido de extrema-derecha, parece minúsculo, cuando en realidad, su equivalente en la realidad, el Dansk Folkeparti es el segundo partido de Dinamarca con 37 escaños, a sólo diez de distancia del Partido Socialdemócrata. Se da, curiosamente, una circunstancia parecida a la de la serie Marseille que transcurre en una ciudad en la que, aparentemente, la extrema-derecha es una fuerza marginal, cuando en realidad el Front National es, con mucho, el primer partido de la ciudad con el 35,85% de los votos. Si citamos este dato es, precisamente, porque la figura de “Sven Ag Saltum”, presidente del Partido por la Libertad está tomada, no del presidente del Danks Folkeparti, Kristian Thulesen, sino del ex presidente del Front National francés, Jean Marie Le Pen, que finalmente, ha sido sustituido por su hija, menos agresiva y más telecomunicadora, Marine Le Pen. En el último episodio de Borgen, “Sven Ag” es reemplazado por su pupila, presentada como una oportunista seductora. Vale la pena recordar este dato porque la política europea va cambiando y sería bueno que las series registrasen esos cambios y no equilibrios que se dieron hace 20 años.

Hay detalles de este tipo, curiosos, que muestran que los guionistas han trabajado la construcción de la trama y lo han hecho minuciosamente. Los medios de comunicación ocupan un papel central. De hecho, la serie, especialmente en su tercera temporada, discurre sobre dos vías paralelas: política y comunicación. Quizás este segundo raíl sea algo inferior y hubiera debido ser más “poderoso”: los amores interminables entre la presentadora de televisión y el responsable de prensa de la presidencia (interpretado por Pilou Asbaek, uno de los actores más conocidos –y brillantes– de la escena danesa) tienen demasiados altibajos y, por lo demás, la pareja carece de química. En la tercera temporada esta relación pasa a segundo plano.


La democracia danesa (una monarquía constitucional) es sólida. Parece un pueblo al que la democracia se le adapta como un guante. Tienen problemas políticos, claro está, pero les ayuda el que quien quiera estar en el candelero de la política debe tener una trayectoria personal limpia y cierta austeridad en el vivir. En los países mediterráneos, da la sensación de que el primer problema es, precisamente, la clase política y la crispación permanente que genera la lucha entre fracciones al abordaje que se disputan el mismo botín: los presupuestos generales del Estado. Cuando tengamos un presidente del gobierno que viva en un apartamento pagado con su sueldo y su jefe de prensa vaya al trabajo en bicicleta, quizás el nivel de votantes alcance el 88% de Dinamarca, veinte puntos por encima del nuestro.

Si se trata de valorar cinematográficamente la serie, cabe decir que contribuye a realzar el interés por las cinematografías de los Países Escandinavos. Guión fuerte y variado. Interpretación brillante. Ritmo narrativo, bueno y a ratos trepidante.  Fotografía aceptable. Recomendación: serie ineludible. Entretenimiento garantizado. Reflexión final: solamente países en donde verdaderamente existe un espíritu democrático son capaces de producir series como Borgen o House of Cards. En el resto, nos debemos contentar con Marseille o El Embajador, en las que hay más interés en echar balones fuera que en describir los mecanismos de la política nacional… algo que ningún partido mayoritario de esos países desea.

sábado, 9 de julio de 2016

A Very Secret Service


A VERY SECRET SERVICE, al servicio de la incorrección política

La primera temporada de A Very Secret Service (Au Service de la France), serie francesa emitida por Netflix, nos ha dejado muy buen impresión. Se trata de una comedia ambientada en 1960 que tiene como protagonistas a los miembros de un “servicio secreto”. Al igual que Lilyhammer, podría ser definida como “comedia negra”, pero esto no sería decir mucho sobre el contenido: hay que añadir también que se trata de un viaje a la Francia de 1960 realizado a través del mundo del espionaje. Y vale la pena verla, especialmente, si usted ama el cine francés, las películas de espías y conoce algo de la Francia de aquellos años. Si esta última condición no le acompaña, se perderá algunos de los mejores gags de la serie. Pero, incluso en ese caso, se distraerá, reirá y sonreirá durante toda a lo largo de los doce episodios. Dato importante: la serie es en algunos momentos “políticamente incorrecta”; valor añadido, por tanto.
En 1960, Francia había perdido buena parte de sus colonias. No pasaba un año sin que un país africano o asiático manifestara su deseo de independizarse de la metrópoli. Algunas independencias habían sido traumáticas (Indochina), otras lo estaban siendo (Argelia), la mayoría se realizaron sin pena ni gloria, aun a sabiendas de que aquellos países (subsaharianos) no estaba preparados para sobrevivir. 
La película nos muestra a un extraño y burocratizado servicio secreto, provisto de unos agentes en los que la estupidez y la haraganería pura y simple, los sitúan solamente un pelo por encima del celebérrimo Maxwell Smart, el Superagente 86. Allí va a parar un nuevo funcionario en torno al cual gira la trama, el único que parece normal, “Ardré Merlaux” (interpretado por Hugo Becker). Todo en dicho servicio es “secreto”, nadie sabe exactamente lo que está haciendo –es “secreto”- y se limitan a cumplir las órdenes transmitidas mediante formularios. El relleno de formularios constituye una parte esencial en la vida de estos agentes, de la misma forma que el sonido de su oficina está salpicado por el ruido de los tampones de caucho golpeando las mesas. 
La narración tiene un deliberado tono surrealista y una lógica absurda que en donde, justamente, reside su atractivo. Las categorías lógicas son abolidas. El absurdo se apropia de las situaciones e impone sus reglas. Y, sin embargo, tanto absurdo no puede hacer olvidar que, en el fondo de la narración, hay un poso de veracidad. 


En 1960, hacía solamente 15 años que se había terminado la Segunda Guerra Mundial. No todos habían restañado sus heridas. Algunos franceses seguían odiando al enemigo alemán. Desconfiaban de él y de todo lo que propusiera. El haber pertenecido a “la resistencia” contra los alemanes durante la guerra, era el máximo título de prestigio para cualquier francés, a pesar de que la resistencia fue extremadamente minoritaria y casi imperceptible hasta el desembarco norteamericano en Normandía, cuando la guerra estaba ya ganada. Igualmente, la quintaesencia del deshonor era haber colaborado con el “gobierno de Vichy” que había negociado la rendición de Francia con los alemanes. En esto que estalló la “crisis de Argelia”: los nacionalistas argelinos querían la independencia, pero allí residían un millón de franceses que no estaban dispuestos a dejar de serlo. Aquello se convirtió pronto en una guerra abierta.
Entonces, algunos franceses vieron en De Gaulle al eximio salvador de la patria en junio de 1940, al nuevo mesías que requería la situación. De Gaulle fue sacado de su retiro y convertido en presidente para que resolviera el problema argelino. Había terrorismo de los independentistas argelinos y De Gaulle llegó para garantizar que Argelia seguiría siendo francesa. Tres años después daba la independencia a aquel país: como si un experimentado piloto hubiera realizado un aterrizaje perfecto en el aeropuerto que no era al que querían llegar quienes fletaron en avión. Como podía esperarse, una parte del ejército, apoyada por la población europea de Argelia se sublevó y generó otra organización terrorista, la OAS. Por si esto fuera poco, para derrotar a la OAS, Da Gaulle autorizó la formación de bandas de delincuentes comunes especializadas en el asesinado de miembros de la OAS, los “barbouzes”. Con De Gaulle, de haber solamente un terrorismo, el del FLN argelino, pasó a haber tres: el del FLN, el de la OAS y el de los “barbouzes”. 
Es en este contexto anómalo y, ya de por sí, surrealista, en el que hay que insertar la trama de esta serie para poder percibir todas sus calidades humorísticas. Las formidables metidas de pata de la política francesa de aquella época, aparecen en esta serie en forma de gags. Se alude a hechos que realmente ocurrieron y se ironiza sobre una época y sobre la mentalidad de quienes tenían las riendas del poder. No es por casualidad que la figura del General De Gaulle aparezca en la presentación de cada episodio o que el jefe del servicio de inteligencia esté caracterizado casi como sus perfecto sosías. 
Los doce episodios de la primera temporada dejan varios cabos sueltos. El 24 de junio de 2016 se confirmó la preparación de la continuación. La recepción por parte del público francés, fue buena, pero no entusiasta. La derecha francesa no gusta que se bromee con la “grandeur” del país y en cuando a la izquierda, las incorrecciones políticas de la serie, debieron incomodarla. El diario Le Monde, a la hora de comentar la serie se limitó a destacar que era “a la vez desconcertante y provocadora”. Lo es, en efecto. Acertó en destacar también que “la fuerza de la serie reside en su atención en los detalles”. Se la ha comparado a la película OSS 117: Le Caire, nid d’espions (2009, El Cairo, nido de espías), pero A Very Secret Service, la supera con mucho y con nota. Recuerda, mucho más a las series de espías de los años 60, incluso en su tema musical. Tiene algo de Los vengadores a la francesa; otro poco de El agente de CIPOL, cómo del tratamiento del mundo del espionaje que le da Superagente 86

Recomendable para los amantes del cine de espías, de las comedias negras de calidad, de las recreaciones históricas y del cine político desenfadado. Si conocen los particulares históricos de aquellos años la sonrisa y la carcajada no les abandonarán mientras visione la serie. Si desconocen por completa la Francia aquellos años, véanla y fíjense en los detalles. Aprenderán historia y la aprenderán sonriendo.

Tamponné, double tamponné


1864



1864, UNA EPOPEYA DANESA

En 2014 se estrenó 1864, una miniserie danesa de ocho episodios centrada en la llamada Guerra de los Ducados. Se trata de la serie más cara producida en Dinamarca, pensada para la exportación. La serie ha recibido críticas no suficientemente justificadas. Quien decida verla comprobará que se trata de un producto digno, agradable de ver, con una fotografía y una ambientación excepcionalmente cuidadas, un casting sin errores y un ritmo narrativo adaptado a la descripción de los hechos que desfilan por la pantalla. 
A fuerza de ver series danesas (cada vez más competitivas y provistas de una calidad técnica creciente), empiezan a ser familiares los actores de aquel país: Pilou Asbaek, uno de los protagonistas, muestra sus cualidades interpretativas en un registro completamente diferente al que le vimos asumir en las tres temporadas de Borgen como “Kasper Jul”, o en Forbrydelsen II como “David Grüner”, habiéndose convertido en un habitual de la escena danesa desde 2008 (este año aparecerá en el remake de Ben–Hur en el papel de Poncio Pilato). O a Lars Mikkelsen, a quien conocíamos desde la tercera temporada de House of Cards cuando interpretaba al “presidente ruso Petrov” y ya nos había llamado la atención en la primera temporada de Forbrydelsen como “ministro Troels Hartman”. En cuanto al noruego Jakob Oftebro, su rostro aparecía en Lilyhammer, en un pequeño papel de vicioso obsesionado por la leche materna; sin olvidar su aparición en Bron–Broen. O Søren Malling, el soldado vidente y taumaturgo, que nos ha aparecido en como periodista en Borgen y como policía en Forbrydelsen. Y, por supuesto al camaleónico y regordete Nicolas Bro, al que vimos por primera vez en la segunda temporada de The Killing, luego en Mammon y finalmente en The Bridge, tres series que merecen ser recordadas, entre otros valores, por su participación. Tiene gracia que empecemos a reconocer a actores daneses, suecos y noruegos, casi tanto, o mucho más que a los de nuestro propio país, síntoma de la calidad de las series producidas en aquellas latitudes y de la olvidable mediocridad de los productos carpetovetónicos.
Una muchacha en paro (interpretada por la juvenil Sarag Sofie Boussnina), pequeña delincuente de pocos escrúpulos conoce a un anciano, propietario de una residencia señorial. Lo que, a primera vista parece una relación insufrible, termina estabilizándose cuando el anciano le pide que le lea un libro manuscrito que figura entre su baúl de recuerdos. Es la historia de Inge (encarnada por Marie Tourell Søderberg), escrita por ella misma y que narra, esencialmente, los sucesos que llevaron a la llamada Guerra de los Ducados entre Prusia y Dinamarca en 1864.
Prusia era entonces una gran potencia militar. Parece increíble que la clase política danesa, dirigida por un alucinado predicador, admirador de una frívola actriz teatral (papel interpretado por Sidse Babett Knudsen, protagonista de Borgen) fuera capaz de transmitir la sensación de que el pequeño país nórdico era el “elegido por Dios” para vencer a los “malditos prusianos”. Pero el nacionalismo es así: una mezcla de delirio místico e irresponsabilidad que impide ver objetivamente el mundo que te rodea. Dinamarca fue derrotada en pocos meses y suerte tuvieron los daneses de que Bismarck y Moltke anduviesen ocupados en la creación del Segundo Reich que, finalmente, vio la luz en 1871. Dinamarca perdió en esa guerra el istmo que le une a Alemania y que hoy es el länder de Schleswig–Holstein.



La miniserie narra tres historias paralelas: la peripecia de dos hermanos enamorados de la misma mujer, la formación del delirio político–místico que llevó a la declaración de la guerra, y el desarrollo de las batallas, con un epílogo que muestra el discurrir posterior de la vida personal de sus protagonistas. 
Algunas críticas han dicho que la presencia de la joven delincuente en el domicilio señorial es demasiado forzada y que la narración hubiera podido prescindir completamente de ella. No lo vemos así: la película trata de la historia de Dinamarca. La historia es el nexo entre las generaciones y eso es lo que ha querido destacar el guionista: el presente depende del pasado; el pasado se refleja en el presente. De ahí que, para acentuar el carácter histórico de la producción sea necesario incorporar a la joven buscavidas que termina en la mansión del abuelo, el cual, en su juventud ayudó a Inge a escribir su diario: tres generaciones ligadas por un “libro”, esto es, por la Historia.
La película podría haber caído en el melodrama y terminar siendo una especie de culebrón a la danesa, pero es comedida: no hay más drama que vivieron los protagonistas de aquellos tiempos azarosos. 1864 es el paradigma del drama danés. No creo que sea una película pacifista como se ha visto, sino simplemente descriptiva. Toda guerra es una tragedia, lo saben, en primer lugar los militares que han sufrido la dureza inmisericorde de los campos de batalla; lo saben también los familiares de quienes han ido a luchar. Los únicos que lo ignoran son los políticos, trastornados por sus delirios o sus ambiciones, que envían a los jóvenes a morir. 
¿Qué es 1864? Respuesta: 1864 es una lección de historia. Es historia, mucho más que melodrama romántico o tragedia sentimental, mucho más que película bélica o saga familiar. Quienes busquen sólo batallas se verán decepcionados (a pesar de que la recreación de las batallas es extraordinariamente brillante, fidedigna y rigurosa), quienes busquen un drama sentimental notarán que no se les ha exprimido los lagrimales como haría un director especializado en el noble arte del culebrón; quienes busquen perfiles maniqueos con personajes completamente angelicales y otros más malos que un veneno caducado, encontrarán perfiles plausibles, muy reales, en donde buenos y malos instintos se entremezclan; en la misma relación entre los hermanos protagonistas, termina triunfando la fuerza de la sangre… La Historia, con mayúsculas, está muy por encima de las historias individuales y es mucho más que todas ellas; eso es lo que muestra 1864. Recomendada.


Lilyhammer




LILYHAMMER O LA EXCUSA PARA MIRARSE A SÍ MISMO

Serie de humor negro en la que es inevitable ver tras su argumento –a menudo desmadrado– algunas de las preocupaciones de la sociedad noruega en el siglo XXI. ¿Y si los rasgos que ha adquirido aquella sociedad se adaptaran mal a las realidades del siglo XXI? ¿Y si aquella sociedad fuera demasiado vulnerable para soportar el contacto con otros pueblos, razas o religiones tal como viene impuesto por la globalización? Tales son las cuestiones que están presentes, planeando constantemente sobre la trama, especialmente en la primera temporada de la serie. La sociedad noruega está reflexionando, a través de Lilyhammer, sobre sí misma. 
Noruega es un país extremo: situado más al norte de Europa, es, al mismo tiempo, uno de los menos poblados. De los poco más de cinco millones de noruegos, casi un millón vio el estreno de la serie Lilyhammer en 2012. La serie se ha prolongado durante tres temporadas. El tema central es la actividad de un capo mafioso neoyorkino trasplantado a la sociedad de una localidad noruega que realmente existe –Lillehammer– de apenas 23.000 habitantes en donde se reinventará como empresario, utilizando los mismos métodos mafiosos que en EEUU. El resultado es una serie desternillante y entretenida, a condición de que se sea consciente que vamos a presenciar una comedia negra que es algo más que eso.
La serie ha tenido tres temporadas, de 2012 a 2014, pero solamente ha llegado a España en julio de 2016 a través de Netflix. De hecho fue la primera teleserie producida por esta plataforma y ofrecida en exclusiva. Todavía está abierta la posibilidad de que veamos una cuarta temporada. 
La serie nos pinta a una sociedad noruega ingenua y burocratizada, dialogante y abierta. Cárceles en las que los presos reciben clases de flauta dulce y en donde los carceleros lamentan tener que cerrar con llave las celdas de los presos, procedimientos de integración de la inmigración para evitar choques culturales tan ingenuos y suaves que apenas tienen efecto, trámites burocrático–administrativos interminables y, en la periferia, una “corte de los milagros” compuesta por pequeños delincuentes ocasionales, funcionarios espabilados, parados dispuestos a cualquier cosa para mejorar su situación y un capo mafioso decidido a gestionar todo esto con el pragmatismo propio de la mafia norteamericana.


El argumento es original. Don Vito Corleone hubiera actuado igualmente de haber terminado sus días en Lilyhammer. Sólo que Don Vito es aquí “Frank Tagliano, el Arreglalotodo”, interpretado por el polifacético Steve Van Zandt (que también ha participado en la guionización y que se ha implicado extraordinariamente en la serie), ya conocido por su interpretación como “Silvio Dante” en Los Soprano. Un papel genial incluso en sus matices más irrelevantes, en su gestualidad y en sus movimientos que es completado por una serie de actores noruegos desconocidos en España pero que, cada cual en su papel, contribuye a dar credibilidad a la narración, a pesar de lo increíble de algunas situaciones. Es, no se olvide, una comedia negra. 


Se ha acusado a la serie de utilizar estereotipos y clichés. Y lo hace, efectivamente, pero ahí es donde radica, precisamente su éxito y su interés: en las contradicciones y tensiones que genera un mafioso convencional trasladado a un medio que no es el suyo, el estereotipo de un educador social obligado a actuar ante inmigrantes que nunca podrán entender su forma de ser y que termina desquiciado. No se trata de inventar gánsters o funcionarios; éstos ya existen: se trata de resaltar sus rasgos en un contexto que no es el que ellos hubieran esperado. También se ha acusado a la serie de ir bajando la calidad a medida que se iban produciendo más temporadas. No es así, lo que ocurre es que cada temporada tiene su leit–motiv. Cuando el espectador se ha habituado a la primera, cambia el ritmo de la serie al introducirse otra temática. Esto es especialmente perceptible en algunos episodios de la tercera serie que discurren en las antípodas de Noruega, en Brasil. Es posible que a algún tipo de público, habituado a la nieve y a los fiordos, les cueste reconocer la serie entre las favelas y el sambódromo de Río. 


¿Merece verse? Sí, sin duda. Como mínimo, la primera temporada. No es solamente un divertimento: es una reflexión de la sociedad noruega sobre sí misma y sobre su viabilidad. Quizás esa no haya sido la intención de los guionistas, pero es lo que, en definitiva, les ha salido. Nos equivocaríamos, pues, si aspirásemos sólo a que esta serie nos hiciera pasar un rato entretenido y si perdiéramos la ocasión de que nos hiciera reflexionar un poco. 
Detalle notable: banda sonora especialmente cuidada. El gánster neoyorkino abre un club –obviamente con el nombre de Flamingo, el mítico club de Las Vegas, abierto por el gánster Bugsy Siegel– que sirve como escenario para que en cada episodio actúen diferentes bandas de música, todas ellas de muy buen nivel. 

¿Alguna sorpresa reseñable? 
El último episodio de la tercera temporada en la que aparece Bruce Springstten como gesto de apoyo con su amigo y compañero de banda (de banda musical, se entiende) Stevie Van Zandt